lunes, 28 de febrero de 2011

El as de la manga (Alberto Díaz Flores)



Uno

El asunto fue por Elvira, en el año 1984. Había llegado un año atrás al lugar con el ánimo de llevar, por un tiempo, una vida sedentaria. Me instalé en el campo para criar insectos destinados al control biológico de plagas. Venía de vagar diez años por los trópicos y por las diversas islas del océano en busca de desconocidas criaturitas de quitina para un banquero alemán. Al verme un día en el espejo, en las Islas Rodhesia, comprendí que era tiempo de detener un rato el rodar. Volví entonces a la Argentina.
Fui a ver al comisario Flores, cerca de las cinco de un domingo, para denunciar el robo. En la radio sonaba fuerte un tango del gran Celedonio Flores:

“Después de libar, traidora,
en el rosal de mi amor
te marchas, engañadadora,
para buscar
el encanto de otra flor;
y buscando la más pura,
la de más lindo color,
la ciegas con tu hermosura
para después
engañarla con tu amor”

- Lindo tango. ¿Cómo le va, Flores?- dije.
- Muy bien, Sánchez Prete. ¿Y a usted? -dijo.
- No tanto, comisario. Vengo a denunciar un hurto. Me han extraído del laboratorio dos jaulas donde criaba langostas; el hecho sucedió en la noche del sábado. Estuve trabajando hasta las ocho de la noche ese día y el domingo cerca de las siete de la mañana volví. Los pillos entraron por una ventana alta que dejo abierta para que circule aire.
- ¿Por qué supone que fueron varios?
- Pues porque hallé las huellas de las alpargatas de un hombre robusto y de otro bastante menudo. También dos huellas rectangulares en la tierra, a un metro de la pared, justo debajo de la ventana; claramente subieron por una escalera grande que trajeron con ellos.
- Es muy observador usted.
- He recorrido el mundo cazando insectos, comisario. Y he vivido por años en selvas donde es vital conocer lo que se cifra en las superficies.
- ¿Y qué más le han sustraído?
- Curiosamente, nada más.
- ¿Por qué alguien querría robarle esos bichos?
- No estoy seguro. Entre sus usos posibles se encuentran la alimentación de aves o la investigación, aunque sospecho que no se trata de ninguno de los dos casos. Si he de especular, puedo entrever que intentará, con mucha torpeza, ser utilizado con fines malignos; ciento veinte langostas introducidas en una plantación podrían con extremada suerte, en unos años, causar bastantes daños. Pero no será el caso ya que los desaparecidos son todos machos de otras latitudes y viven bajo condiciones especiales; este frío los matará en dos días como mucho y su conservación es imposible para un lego. Yo los utilizo para fertilizar las hembras de su especie cuya reproducción estoy estudiando actualmente, y, a los que sobran, para alimentar a otros insectos.
- ¿Usted se dedica a eso, verdad?
- Sí, comisario. Los insectos han intervenido y todavía lo hacen en la mayoría de las muertes humanas. Son los vectores de la fiebre amarilla, del dengue, del paludismo, de la peste bubónica, de la neumónica y de la disentería, entre otras muchas enfermedades, que han matado a más gente que todas las guerras de los hombres. El letargo negro, por ejemplo, es una de las causas de la pobreza en muchos países de África: mantiene millones de kilómetros fértiles inutilizados para el hombre que muy cerca muere de hambre, cuando no bajo su sombra. Por supuesto que está muy detrás de la principal causa, los países de primer mundo y sus ocupaciones de servidumbre. Millones de toneladas de alimento se pierden bajo las garras de los insectos temporada tras temporada. Ya hace cinco mil años se les temía en los valles del Nilo, del Tigris y del Eufrates; cuando los sembradíos del hombre crecieron en grande no sólo aumentó su comida sino la de otros seres vivientes. Las langostas roja, parda y del desierto hace miles de años que no permiten que haya grandes cultivos desde el Norte de África hasta medio oriente e India.
- ¿Pero usted qué es lo que hace exactamente?
- Estudio otros insectos que sean enemigos de los que causan estragos para introducirlos en su hábitat y diezmarlos. También estudio insectos que hagan lo mismo con hierbas que no permiten a otras formas brotar. Hay otros que estudian venenos, virus y bacterias que los aquejen, y hasta sonidos con el mismo fin.
- Deberían desaparecer todos.
- Amigo, el mundo no tendría flores y la presencia de la muerte, que ellos borran implacablemente, sería tan insoportable para el alma que no lo toleraríamos. Los ejemplos son sólo ilustrativos, las verdaderas implicancias de quebrar un plan eterno serían nefastas. Sólo hace falta intervenir si es necesario.
- Al final todo está en todo.
- Y al principio también, Flores.
Una vez concluidas las preguntas y de dejar asentada la denuncia, partimos al campo para que examinaran el lugar del hecho. Después de recorrer y tomar fotografías me preguntó más cosas sobre mi trabajo. Le mostré algunas curiosidades y cómo criaba algunos insectos. Le llamó particularmente la atención que me tuviese que dejar picar para que los mosquitos adultos se alimentaran y le fascinó la organización de las hormigas argentinas que eran las más bravas del mundo. Le conté de sus desmanes provocados en el siglo XIX en los estados del sur de los EE.UU y, dada mi suposición, le hice saber que dicho país había tirado hace unos años atrás sobre Cuba una manga de langostas sobre sus cosechas con el fin de perjudicarlos. Una vez acabada la pesquisa, nos despedimos.

Dos

El martes por la mañana escuché el ruido de motores y salí del laboratorio para ver quien llegaba. Eran el comisario Flores y unos oficiales; me pidieron que los acompañe. Después de manejar una hora y media, llegamos a una arboleda en el medio del campo del Sr. Ortigas, un terrateniente adinerado de Elvira.
Dentro de un auto quemado, yacía el cuerpo de un hombre calcinado, tenía un as, indemne, en la manga de su camisa; en el baúl las dos jaulas y parte de las langostas habían corrido la misma suerte de consumirse con el fuego.
En un tono fuerte, Flores me preguntó que qué sabía yo de todo eso. Le contesté que nada, mirándolo, francamente, a los ojos. Y le dije lo que sabía:
- La quema sucedió el domingo por la noche y una vez apagado el fuego el asesino colocó la carta allí, unas cuantas horas más tarde. Una quema así no pasaría desapercibida de día, pero, por lo tupido de la vegetación y de los árboles en este sitio, por la noche sí, con las condiciones atmosféricas favorables. El sábado, la luna llena fue reina en el cielo, además la gente se acostó tarde por el baile. El día domingo estuvo nublado y el lunes por la mañana se largó la tormenta que tenemos hace dos días. Si encontrara alguno de mis ejemplares podría decirle, tal vez, algo de los últimos pasos del finado. No creo que se trate de forasteros, este lugar fue escogido especialmente. Las horas que estuve en el baile no hubo problemas, pero quizá sea menester investigar la posibilidad de una trifulca que hubiera derivado en el presente infortunio. Averiguar cuál fue el motivo de la muerte y la identidad del desafortunado podrá aportar luz al misterio.
- Gracias por compartir sus observaciones con nosotros pero, por el momento, debo pedirle que nos acompañe a la comisaría para hacerle unas preguntas.
Viajamos sin cruzar una palabra, sin dudas era considerado sospechoso. Al llegar a la estación se pusieron algo rudos en los tratos.
- Usted sabe demasiado Sánchez y usted sabe hablar. Sus langostas estaban allí y usted formula, con un primer vistazo, presunciones sobre el particular. Además el fulano es un vendedor de insecticidas con el que discutió usted el sábado. Permítame dudar de usted.
- El atrevimiento se lo ha tomado ya sin mi permiso. Y la discusión a la que alude fue un mero match de palabras; el hombre no sabía lo que decía y le estaba por vender una fumigación aérea al Sr. Torres que no servía para nada. Es mi deber como buen vecino prevenir una estafa. Por lo demás, el asunto terminó allí, al Sr. Torres lo he ayudado antaño y lo volveré a ayudar con su problema. Además el muchacho tenía otros intereses aparte de sus negocios y se fue a bailar con una señorita apenas terminamos; fue un incidente mínimo.
- Era un competidor. ¿Por eso lo mató?
- Yo me gano el dinero de una manera mucho más rentable como podrá usted comprobar y tengo bastante como para no trabajar más si así lo quisiese. Se trató de una intervención ética y pacífica; yo no he matado a este muchacho. Usted busca a varias personas, no sólo a una; y, en particular, busca a alguien que se gane la vida sembrando. El joven era un irresponsable capaz de traerle muchos problemas a cualquiera, por lo cual sospecho que no faltarán los justicieros. Si no tiene una prueba fehaciente Flores déjeme retirarme, en caso contrario llamaré a un abogado. Puede constatar que estoy acompañado por varios de mis asistentes en casi todo momento y tengo una relación afectiva con una investigadora que ha llegado hace unas semanas. Comparto, desde entonces, el lecho con ella. Sepa que no soy hombre de rencores comisario; si precisa que lo ayude con algo, estoy a su disposición.
Me dejaron ir y comencé a meditar sobre el asunto mientras caminaba de regreso al campo, la lluvia había cesado, momentáneamente, y calculé que podría llegar a pie sin mayores problemas. ¿Cabía la posibilidad de que alguien me quisiese incriminar?, ¿Y de que el fulano se hubiera molestado por el pequeño asunto y me hubiese robado?, ¿Había algún mensaje en los curiosos detalles? Lo primero me resultó arbitrario, ya que no entreví motivo alguno, aunque los hombres cobardes para salvarse hunden, sin dudar, a otro hombre, y uno se gana enemistades sin siquiera sospecharlo. Lo segundo me pareció un acto pueril, pero hay hombres que siguen comportándose como niños toda la vida. Lo tercero era, sin duda, lo más inquietante; elevaba el nivel de complejidad y planificación del asesinato.
Las posibilidades eran todas, en cierto punto, verosímiles. Exploré combinatorias posibles y añadí improvisaciones que pudieran haber surgido en la marcha del crimen, obteniendo un aumento considerable de los escenarios posibles. Repasé la noche del baile que, de algún modo, me pareció la madriguera de este desastre.
Fue en el club social; estaba como de costumbre casi todo el pueblo. Tocaba un conjunto de folclore; el menú: empanadas y vino. Estuve conversando con la hija única del señor Ortigas unos momentos, una hermosa señorita, sin dudas la belleza del pueblo, apenas llegado. Luego, el señor Torres, que charlaba con el finado, me llamó para pedirme consejo sobre la oferta que estaba recibiendo y, en ese momento, surgió la breve discusión aludida por el comisario. Cruzamos, realmente, pocas palabras y ninguna de ellas subidas de tono.
El veneno que le ofrecía no servía de manera eficiente para eliminar las langostas, que de modo alguno representaban en la zona un serio problema, además de ser tóxico para las plantaciones y para las aves que se ocupaban naturalmente de eliminarlas. La verdadera lucha es mucho más estratégica, se debe acabar con ellas cuando se percibe una inusitada cantidad de saltones, los pequeños que apenas salen de los huevos, y es preciso mezclar veneno con salvado, con sólo cuarenta kilos de cebo envenenado con un kilo y medio de la sustancia precisa alcanza para controlar dos hectáreas.
El baile estuvo realmente bonito, sobre todo porque me retiré antes de que ninguno de los presentes tomara de más y arruinara la fiesta. Recordé que el señor Ortigas había hecho vestir a todos sus peones con ponchos rojos. En su momento interpreté la acción como un acto megalómano; fue notorio que, por mucho, era el hombre con más poder en la zona.
Dancé un valsesito con Estercita, la señora del Sr. Torres, y luego me senté a mirar como bailaban los que sabían, que era el motivo por el cual concurría a estos bailes. Los movimientos configuran un lenguaje que aprendí a observar en algunos insectos y me gusta sentarme a mirar los de mis pares para intentar descifrarlo. He visto danzar a diversas tribus, he vestido de etiqueta en los bailes de sociedad y he admirado los bailes populares de diversas culturas con el mismo afán. En ningún sitio que haya visitado se desconoce el baile, como así tampoco la música, el arte y el culto a la naturaleza, aunque en disímiles manifestaciones.
Al rato de llegar a mi hogar, arribaron los polizontes otra vez. Interrogaron a todo el personal y se pasearon por las instalaciones. Luego, el comisario se acercó y me dijo:
- Espero no haberlo ofendido pero es mi trabajo la duda y por estos lados no hay grandes intrigas. Todo lo que parece, es.
- Comprendo comisario. Pero no es el caso. Si me permite, creo que sería conveniente que averigüe si el joven no estuvo involucrado en alguna riña el día del baile.
- Quédese tranquilo que estamos haciendo nuestro trabajo. Ahora mismo estoy yendo a interrogar a algunas personas en la comisaría. Que tenga un buen día.
- ¿Puedo acompañarlo?
Se alejó haciendo el gesto de no con la cabeza.

Tres

No suelo ir al almacén, pero resulta ser que soy algo inquieto. Necesitaba saber más y allí de seguro encontraría alguna información. Divisé, apenas llegué, a tres peones del Sr. Ortigas que, sentados contra la pared, tomaban caña a un costado del almacén. Estaban todos vestidos igual: alpargatas negras, bombachas de gaucho color crema y remeras rojas.
Adentro del almacén encontré a Don Esteban que se encontraba comerciando con un hombre mayor. Dos señoras que no me vieron entrar estaban hablando del asunto mientras esperaban su turno. “Recién vengo de la comisaría, están interrogando al Sr. Ortigas, antes interrogaron al Sr. Torres. A mí me llamaron para que les cuente qué pasó en el baile.”dijo una de las mujeres. “¿Y qué les contaste?”, dijo la otra. “Empecé a contarles todo. Pero me empezaron a preguntar sobre el muchacho que murió, con quién habló, si sabía de alguna pelea. De toda la gente que nombré me preguntaron cómo iban vestidos, cómo se llamaban y quiénes eran.”, replicó.
Luego relató que el muchacho era un viajante que venía por segunda vez a Elvira. Había estado el año pasado haciendo negocios con el Sr. Ortigas cuando todavía su mujer vivía que habían resultado muy mal y decían las malas lenguas que hasta anduvo liado con la hija. Si bien no hubo problemas, cada vez que el muchacho se acercaba a Clara un grupo de peones de Ortigas la rodeaba cercándole el caso. El joven se retiró temprano del baile con María, la hija de Funes, que era la mejor amiga de la hija del terrateniente.
La suerte me había sonreído de inmediato, casi de un modo mágico. Las señoras al girar para irse se turbaron; habían pronunciado algunas palabras desagradables para conmigo en algún momento de su charla. Cuando llegó mi turno de comprar le pedí a Esteban unos cigarrillos y una botella de caña.
Al salir, me dirigí hacia el paredón donde estaban los empleados de Ortigas. Prendí un cigarrillo luego de abrir el paquete, lentamente, ante sus miradas. Uno de ellos me pidió que le convidase uno, después otro; al último le tendí la caja para que lo tomase sin que mediara palabra. Les ofrecí caña y charlé un rato con ellos. Les pregunté por el baile, cómo la habían pasado y, luego, intenté girar el cristal sobre el asunto que me interesaba.
No fueron para nada locuaces, el patrón les había dado a todos unos días libres en la hacienda y se encontraban festejando. Los tres tenían distinto tamaño pero compartían el hábito del silencio y algunos gestos; sin duda eran hermanos. Cuando estaba a punto de partir, noté que el más alto tenía aplastada, en la suela de la alpargata, una de mis langostas.
Ya estaba, de nuevo, en el ruedo. No tenía dudas de que todo giraba en torno a Ortigas, su hija y el fulano. Mi berretín de desatador de nudos pudo más que todo reparo y, por la noche, me aventuré al campo del terrateniente con mi motocicleta. Llevé conmigo mi revolver y recorrí el camino con la luz apagada, deteniéndome, de cuando en cuando, para explorar los costados del camino. Encontré, con ayuda de mi linterna, a varias de mis amigas que yacían muertas en las cercanías del lugar del hecho y muchas quemadas en el lugar preciso. Evidentemente, las habían soltado allí y me imaginé que se las habían tirado encima al muchacho antes de ultimarlo.
Al otro día, por la mañana, me acerqué a la comisaría para hablar con Flores. Vi a los peones del día anterior sentados en la entrada, estaban vestidos muy parecidos que a la víspera, a excepción de que llevaban remeras blancas y pañuelos rojos. Al franquear la puerta divisé a la hermosa hija de Ortigas, vestida, elegantemente, con una falda roja larga y una camisa blanca con volados. También estaba la hija de Funes. Le dije al comisario que tenía algo que decirle, en privado.
Nos sentamos en su despacho y, antes de que pudiese hablar, me comunicó que el crimen y el robo habían sido resueltos. Me relató, previo aviso de que se trataba de secreto de sumario, cómo habían acaecido los hechos:
- Sabe Sánchez, todo es lo que parece. El año pasado el finado le vendió al Sr. Ortigas una fumigación contra langostas ya que le anunció que serían plaga pronto. Los restos tóxicos que se impregnaron en las plantas hicieron que tenga problemas con los compradores habituales de su cosecha y con el Senasa, generándole unas cuantas pérdidas. Pero éste no fue el motivo principal de su enojo; en los días que pasó como huésped en la hacienda, el joven trabó un romance con la hija de Ortigas, que en éste punto tiene la mentalidad propia de los hombres que habitaban éstas tierras dos siglos atrás. El día del baile, hizo que todos sus empleados se vistieran distintivamente y les ordenó que le trabaran al muchacho los pasos cuando se acercara a su hija. El joven, ante la imposibilidad, se retiró del baile con Maria, una amiga de Clara, y la convenció de que arreglase una cita entre ellos al día siguiente, en algún sitio del campo. El caso es que el señor Ortigas se enteró, y se presentó en el sitio pactado, la arboleda donde hallamos el cadáver, en lugar de su hija. Discutieron y para colmo descubrió que en el baúl el muchacho guardaba dos cajas con langostas que pensaba liberar en su campo. Se encegueció de ira y lo golpeó fuerte con la culata de la escopeta dándole, involuntariamente, muerte. Luego le arrojó las langostas encima de bronca nomás y, después de colocarlo en el auto, prendió todo fuego. Para esto volvió a su rancho, por la madrugada, para buscar combustible y tomó un mazo de naipes para distraer el tiempo. Luego se le ocurrió plantar el As en la manga por la sugestiva ocurrencia que podrá usted adivinar. Tenía pensado darle unos días libres a sus empleados para poder enterrar el coche y el cadáver sin que nadie lo observase, pero unos peones vieron la escena al día siguiente. Apenas llegaron a la casa gritaron para reunir a todos y llamaron a la policía contando el hallazgo a todos a la vez. El robo de sus langostas es mérito del muchacho que así se buscaba vengar de sus dos oponentes de la noche al mismo tiempo. El As tiene las huellas de Ortigas, hay motivo y tenemos la confesión. Es un caso cerrado.
- Déjeme hacerle unas preguntas.
- Con todo gusto.
- ¿Los tres empleados que encontraron el cadáver son los tres de la puerta?
- Sí.
- ¿El Sr. Ortigas confesó de inmediato?
- Sí.
- ¿El lugar del encuentro fue elegido por el muchacho?
- No, lo escogió Clara tras el pedido que le hiciera a través de María el finado.
-¿Cómo se enteró el Sr. Ortigas del encuentro?
- Lo escuchó tras una puerta porque sospechaba algo.
- Necesito pedirle un favor de vital importancia. Preciso saber cuántas de mis langostas rojas liberó el Sr. Ortigas y necesito saberlo cuanto antes.
El comisario salió unos minutos y volvió a entrar diciendo:
- Liberó todas sus langostas rojas. Usted dijo que no había peligro.
- Y es así. ¿Me permitiría usted hacerle una observación del caso?
- Ya se ha estado tomando desde el principio el atrevimiento sin mi permiso -dijo con cierta sorna.
- Mire, sucede que Ortigas es demasiado culpable. Flores, me atrevo a decir que él está mintiendo deliberadamente. Una pequeña prueba de lo que digo es que las langostas no eran rojas. Hay sólo un motivo por el cual puede incriminarse un hombre así y es para salvar a alguien muy querido. Creo que Ortigas está actuando de buena fe, cumpliendo con la obligación de patriarca que siente insoslayable, pero el pobre se está enviando a la hoguera desconociendo que esta abnegación es una de las premisas de un plan bien meditado.
- ¿Qué quiere decir, Sánchez Prete?
- Quiero decir que los culpables materiales del robo y del asesinato son los peones del Sr. Ortigas y que su hija es la autora intelectual. La víctima es sólo un instrumento para dejar tras las rejas al Sr. Ortigas.
- ¿Qué lo hace pensar así?
- En cuanto a los hechos, que a mi laboratorio entraron dos personas y no una. Lo que deja un punto crucial sin resolver en la teoría que usted presentó anteriormente y la hace rodar por tierra en mi opinión. Entraron dos personas y tenían una escalera grande que el finado no pudo tener. Si busca de Ortigas encontrará una escalera que calce justo en las huellas que hallé bajo la ventana, no tengo dudas.
- Usted sabrá que las huellas en un campo pueden engañar y tenemos la confesión con detalle de los hechos por parte del culpable. ¿Debe tener algo más para convencerme?
- En este punto le doy la derecha; tiene motivo y tiene confesión. Pero una intuición me guía y he aprendido, al igual que con las huellas en un suelo, cuándo debo perseguir. Una casualidad despertó mi imaginación, y los puntos incoherentes del relato la hacen verosímil. Le contaré, las langostas tienen dos comportamientos divergentes. Viven tranquilas en el lugar que nacen, sedentarias, siguiendo sus ciclos y tomando el color del follaje que les rodea. Cuando condiciones favorables de reproducción producen una cantidad muy superior a la habitual, comienza una terrible transformación. Al estar en contacto con muchos de sus pares, les sobreviene el deseo de migrar en grandes hordas, cobran un color muy distinto y comienzan a desolar todo lo que está a su paso. En el camino puede suceder que otras se sumen; en ese caso mudan su color al de la horda prestas a recorrer miles de kilómetros. Si alguna se pierde, por el contrario, retoma su vida sedentaria en el lugar que haya quedado y, poco a poco, va perdiendo el color del enjambre. Son como soldados, sabe. En el baile, los peones de Ortigas estaban vestidos con poncho rojo, era claro que el motivo era una demostración de poder. Luego en dos cruces fortuitos he visto que los peones han mantenido el rojo en sus vestimentas pero cada vez en menores proporciones. Ese hecho que no tiene una relación causal pero si una psicológica: la necesidad de identidad de todo ser vivo. De allí deviene su hija predilecta, la complicidad. Una casualidad, ver en la suela de la alpargata de uno de los peones una de mis langostas, acentuó aún más mi sospecha. Y el hecho que me ha transmitido hace unos instantes de que curiosamente fueran ellos quienes hubiesen encontrado el cadáver y el modo tan particular de transmitir la noticia me convence aún más de mi teoría.
- Mire, no quiero ser maleducado pero su lógica no entra en los manuales de investigación policíacos. Quizá en otro siglo hubiese sido más útil su intervención.
- Comprendo lo que piensa pero le pido que me escuche. No estoy seguro ni siquiera de si hemos de salvar al pobre hombre o la verdad habría de infligirle una herida aún más profunda. El Sr. Ortigas no permitiría nunca que su hija esté con un peón, es esa clase de personas que reparan en las clases. Esta arbitrariedad y el ejercicio prepotente del poder y sus celos son uno de los pilares de la intriga. Otro pilar es una oportunidad única, un hombre que es públicamente aborrecido por él se presenta, nuevamente, en el pueblo. El resto es un plan perfecto eclipsado por un cabo suelto. El joven, inspirado por el amor, es una presa fácil. Se lo conduce a un encuentro a hurtadillas por la noche en un lugar apartado; lugar propicio en tiempo y espacio para el amor pero también para la muerte.
- La cita la arregló él, Sánchez.
- Una mirada alcanza para dar a entender algo a alguien que se conoce.
- ¿Usted insinúa que fue provocado por Clara?
- Exacto, creo que con un gesto le hizo comprender su correspondencia y le indicó a María para que fuese intermediaria. Los peones, por su parte, esa misma noche roban mis langostas. Usted no es el primero que visita mi laboratorio; mi ocupación genera curiosidad y por estos lugares la gente habla. Al otro día se produce el encuentro donde emboscan al muchacho dándole muerte, le tiran las langostas y lo queman. Luego viene el engaño, Clara busca a su padre y le cuenta una historia distinta; le dice que el muchacho se comportó de un modo inapropiado y violento y que ella en su defensa sin querer lo mató. Le cuenta que el muchacho tenía las langostas y el combustible en su auto, y que lo usó para quemar todo porque no quería ir a prisión. María arregló el encuentro y ella accedió de buen grado; nadie le hubiera creído. El padre entonces decide enterrar todo; les da a sus empleados un par de días libres para poder hacerlo. Pero al día siguiente los peones estruendosamente se apresuran a contar todo a la policía adelante de todos. La mano está jugada.
- ¿Y la carta?
- Eso es mérito del señor Ortigas: un padre celoso, perjudicado económicamente, abusado en su hospitalidad, mata al hombre en su campo, le tira las langostas encima, lo quema y luego deja una carta con sus huellas. Lo que tiene patas de perro, cola de perro, hocico de perro, orejas de perro, es un perro.
- Tiene una imaginación prodigiosa; ¿No duda en confundir la realidad con la ilusión?
- He visto a los reducidores de cabeza cara y cara y conozco a muchos operadores políticos. Las posibilidades del infinito son infinitas y lo increíble es un fenómeno de la conciencia, no de la realidad.
- ¿Entiende que me es difícil creer en lo que dice?
- Sí, lo entiendo. Pero existen pruebas que figuran en sus manuales que pueden apoyar mi teoría. Le pido que compare las huellas encontradas en mi campo con la de los peones y con las escaleras que encuentre en el campo del Sr. Ortigas. Si coinciden, la única forma de resolver el entuerto es hacer un careo y engañar a Clara diciéndole que el padre ha confesado. No creo que Ortigas se eche para atrás, lo lleva un sentimiento que considera genuino.
- No encuentro motivo suficiente para realizar tales procedimientos Sr. Sánchez Prete.
- Ha muerto un hombre ¿sabe? Y las pruebas están dentro del protocolo. Espero que su buena conciencia lo lleve a hacer lo correcto. Ortigas está condenado de una u otra manera, pero el crimen se debe pagar.
- Adiós caballero.- me dijo, indicándome la puerta con la mirada.
Me fui sin saludar. Recuerdo que pensé que conocía a la calamidad en las formas más sutiles y disfrazadas del gentil hombre y en las alevosías de los locos, pero que no podía habituarme a ella. Pensé que había hecho mal en contarle la intuición que desataron los colores y lo bien que había hecho en omitir el asunto del tango canción. Sin hablar, por el resto del día, me acosté invadido por la ira.
Al otro día por la mañana el comisario Flores me visitó en el laboratorio.
- Sabe Sánchez, usted sabe hablar y ayer me ha conmovido pese a que estaba incrédulo y reticente. He venido a decirle que, aunque no entiendo como ató los cabos, todo lo que dijo es cierto.
- ¿Hizo las pruebas?
- Sí, y coincidieron tal como dijo.
- ¿Engañó a Clara?
- No, es más fácil engañar a un engañado que a un manipulador. Hablé con los peones para confrontarlos por el robo de las langostas. Al principio negaron todo pero al presionarlos y sugerirles que eran títeres de una dama su seguridad se fue desvaneciendo.
- Vio, no todo es lo que parece, Flores.
- Eso parece.