domingo, 29 de noviembre de 2009

Fuego (Alberto Diaz Flores)


Una hoja verde se mece de una rama que termina en una amarilla flor; su nombre lo desconozco, y pretendo, consciente, seguir ignorándolo. Tras ésta primera imagen: el cielo azul se extiende hasta que encuentro, no sin cerrar los ojos, el sol. Está proyectando paulatinamente un naranja exquisito al caer la tarde.
Observo voraz, de a ratos, los colores y podría seguir haciéndolo, creo, por bastante tiempo más... desde este escritorio, desde esta silla, en ésta misma posición; ya que encuentro en ellos un buen alimento.
Intuyo, aunque el movimiento incesante de la tierra le oculte el sol a mis ojos, que seguiré mirando el cielo y alternativamente ésta página por mucho rato, como lo he hecho ya varias veces en tantos días.
Poco a poco, la voy llenando con estos grafitos que intentan expresar sin demasiada fe, para ser sincero, el avatar de mi mente.
Creo que sin darme cuenta, durante la transición, que al sol lo reemplazarán las estrellas y la luna, cuyas luces atraen con un mismo inefable placer mis pupilas.
Debo escribir... Debo hallar el sentido en la nebulosa del lenguaje, entre las innumerables y desorganizadas vibraciones que agitan mi mente, debo hallarlo. No albergo demasiadas ilusiones pero entiendo, ya que el después y el antes no importan mucho, que una voluntad energética de allá y de acá, desde siempre me moviliza; pero también entiendo que apenas munido estoy de ficción y artificio. Me apena un poco, pero ya poco importa.
Los animales no necesitan razones, saben lo que deben saber para hacer lo que tienen que hacer: no hay escisión para ellos entre saber, hacer y necesidad.
El hombre hace lo que hace y cree tener por razón un conjunto informe de memorias vagas; practica una continencia cíclica, fetichista, que no resiste los embates de sus propios conceptos de linealidad y de evolución que tan vanagloriado de su ruda inteligencia proclama y repite hasta el hartazgo. Una vulgaridad de lo más rayana lo moviliza y un egotismo de lo más ridículo lo conmueve permanentemente.
El cigarrillo apoyado en el cenicero de vidrio azul que no he tocado, luego de la primera y única pitada que le dí antes de apoyarlo, se está consumiendo: el humo me irrita un poco los ojos.
El cielo está rojeando en tonos cobrizos sobre las nubes que me parece, hace rato, no hacen más que alargarse desconcentrándose. Imagino, sin fundamento, que son semejantes a las grandes oleadas espumeantes del océano: figuración motivada por la memoria frágil, tropo atrofiado en una imaginación siempre certera.
Creo que va a perder el equilibrio cuando el peso, que lo mantiene en su posición, se desvanezca en el aire: el humo hace brillar mis ojos.
Estas líneas entiendo que son poco y nada; una, después otra las palabras se disponen y siento, profundamente, que por una inercia propiamente ajena se acomodan en la hoja, que se suscitan de un modo que desconozco unas a las otras.
Ya rueda sobre la mesa, ahora ya cayó. Alrededor del calor que intuyo en naranja, rodeado de una fina capa gris de ceniza, ya crece una aureola negra... un humo blanquísimo, como el de las nubes de más temprano, se desprende y sube. Huelo el quemarse la alfombra y escribiré…tóxico.
¿Por qué escribo estas líneas? Si encuentro más placer y me lleno de energía al ver el crepúsculo. ¿Para qué escribo? Si creo saber que quién las lea, con bastante suerte, comenzará a leerse a sí mismo, rescribiéndolas en su mente; y, con menos suerte, a leerme y rescribirme sospechándolas, pensándolas y pensándome ajeno, especulando qué quise decir cuando escribo lo que escribo; cuando me lleva el presentimiento de que es imposible saber realmente lo que expreso: tanto para tí como para mí.
Entre líneas... ya el sol desapareció del todo, ya el humo es gris y un incipiente fuego le da ya breve calor a mi pierna izquierda.
Me decido:
Cuando termine de escribir el siguiente plan: haré un bollo con este papel y lo lanzaré por la ventana para que corran, al igual que yo, el destino que mejor le venga en suerte.
No sé si alguien leerá alguna vez este pequeño ensayo de una tarde de sol que devino en una obscura noche de puntos azules y de una redonda luminosidad gris que amarillea; me pregunto e ignoro, si venideras luces me abras/zaran.
No niego la posibilidad, todavía, de que cuando se chamusquen mis primeros pelos desprendiendo ese olor horrible, que ya he sentido alguna vez, no sea yo mismo quien desdoble éste papel y lo alise con mi palma luego de huir, dejando que el fuego queme por completo este lugar y pensando, tal vez, en mí compromiso con lo que escribo. O que luego de mitigar las llamas con el agua del balde celeste que veo en el lavadero las relea, arrugadas, y piense seriamente acerca de mi locura.
No lo sé todavía… tal vez no piense ya más en nada y los tonos de la tarde que llegaron a través de mis ojos a mi mente la consuman, en otras intensidades, junto a mi intrascendente cuerpo.
No lo sé todavía... al igual que todas las otras cosas. Pero que corra todo, mi cuerpo y el papel, mi mente y mi voluntad el destino que mejor les venga en suerte: en el infinito y eterno Fuego que todo lo mueve.

Alberto Diaz
28/11/2009

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