domingo, 27 de junio de 2010

Los insectos (Alberto Diaz Flores)


Ejerzo la crueldad, sostenidamente, desde que era un pequeño. No recuerdo bien en qué circunstancias empezó todo, pero es algo que en estos días he insistido en esclarecer. Mis padres se han ocupado de recordarme mis primeras atrocidades, lo cual, de algún modo, brinda cierto marco a mis especulaciones. Igualmente presiento que todo comenzó como comienzan las cosas, inopinadamente, en un encuentro casual en un momento cualquiera. Tal vez mis ojos se posaron en una hormiga o en una abeja provocando en mi mente, por entonces vacía, un instante de atención, una impresión fuerte; quizá luego sobrevino el deseo de agarrarlas, de apretarlas, quizá hasta de comerlas.
Aunque lo he escuchado infinidad de veces, sobre todo porque ha sido una suerte de ritual hacer el raconto de mis tempranas y desafortunadas costumbres en los aniversarios de mi nacimiento o las varias veces que presenté nuevas amistades en mi hogar, no atino a comprender el curioso determinismo que me ligó profundamente a los insectos.
La historia siempre repetida se remonta a lo que constituyó mi principal divertimento cuando mi padre administraba el dinero de una obra en la provincia de Santa Cruz. Tenía yo dos años y el afán incomprensible era llenarme todos los bolsillos de mi enterito con los escarabajos que abundaban en la zona, provocándole grandes sustos a mi temerosa madre.
Años más tarde sobrevinieron mis inclinaciones de coleccionista tomando arañas cautivas que encerraba en frascos. Con alegres risas, para mí siniestras, me han contado que con buenas intenciones pero sin par inteligencia maté a mi preferida cuando le di de comer moscas envenenadas con un insecticida en aerosol.
Ya con siete inviernos, al morirse un pez que tenían mis hermanas, vacié la pequeña pecera cuando mi madre dormía la siesta y coloqué dentro parte de un hormiguero que sobresalía en el jardín de mi casa en Sarandí. Soy alérgico a las picaduras de las hormigas rojas y esa vez casi pago caro mi curioso berretín. El acto que hubiese sido juzgado, en su momento, como un triste y terrible accidente hubiera sido, en realidad, un ajusticiamiento previsor. Me fascinaron los túneles que al tiempo se dejaron ver a través del vidrio y aunque recibí mil retos y chirlos por la acción, además de varios días de ardores y una hinchazón por varios sitios deformante, para mí la aventura y la posibilidad de verlas en su devenir valió toda pena.
En aquél tiempo, mi padre me llevaba a pescar a la lagunita pero me interesaba menos el acecho de la mojarrita que la intensa vida que percibía en las orillas. Observaba las larvas de los mosquitos y las ponía en frascos. Alucinaba con las libélulas y las mariposas y pronto comencé a cazarlas. Recuerdo como me apenaba sacarles el hermoso brillo de sus alas con mis dedos inexpertos cuando las apresaba o al manipularlas luego de lograrlo. Tomé, en ese entonces, por costumbre pegarlas con alfileres a un tergopol y observarlas por largas horas. Me fascinaban sus colores, sus ocelotes; todavía lo hacen.
Cómo una perla dentro de esta serie de pasatiempos morbosos recuerdo con emoción el hurto de unas orugas en el patio de una vieja que vivía a la vuelta de mi casa. Un día dando la vuelta a la manzana en mi bicicleta, casualmente, reparé en una planta agujereada que estimuló mi curiosidad. Me bajé entonces para observar mejor y noté que sobre una verde hoja caminaba una oruga amarilla y negra que me resultó encantadora.
Sin dudarlo salté la reja y la tomé entre mis dedos. Luego de contemplarla un momento casi anonadado, vi otra, más pequeña, andando sobre otra hoja y también la tomé. Me crispé al sentir el grito de la vieja de que qué hacía ahí y salté como un gimnasta la reja en plan de evasión. Mientras ella agitaba sus manos sobre su cabeza magullando bronca, me subí, prontamente, a mi rodado y pedaleé como una saeta hasta mi casa.
Estaba contentísimo y andaba con las orugas de un lado para el otro. Las hacía jugar aburridas carreras en la terraza; carreras muy lentas y prolongadas con insistentes correcciones porque difícilmente las criaturas seguían una línea recta. Recuerdo patente el grito en el cielo que puso mi madre el día en que vio su jazmín con las hojas diezmadas y como, rápidamente, tuve que salir al cruce para que no erradicara a mis curiosas mascotas; desde ese entonces su hogar fue una negociada y concertada maceta.
Lloré mucho cuando pisé a Clara, sin querer, una tarde en que mi madre me llamaba, insistentemente, para que bajara a tomar la leche. Las solía dejar compitiendo ya que podía llevarles varias horas llegar a la línea final, marcada con una tiza sobre la membrana. En ese paso de apuro para acallar aquéllos gritos hallé, por vez primera, la culpa.
Sin embargo, todavía me hace feliz y, de algún modo, me sostiene el recuerdo, y ya han pasado tantos años desde entonces, de ver salir a Margarita de su crisálida. Como una catarata de emociones acuden mientras escribo el grito de mi hermana para que entre y el grito de mis compañeros de balón para que no me vaya; ya por entonces sabía que tenían una vida muy corta y después de verla abrirse camino de su autoimpuesta reclusión, ya en su estadio imago, abrí la puerta para que partiera. No se me ocurrió ni por asomo sumarla a mi colección, sentí que ella debía ser libre...
Como no podía ser de otra manera, con el paso de los años, fui volviéndome más eficaz en la adquisición, en la conservación y en la observación de los insectos, y tras unos años en la facultad de ciencias, con una inequívoca orientación vocacional, me convertí en entomólogo.
Recuerdo mis primeros años de estudiante, recuerdo esa excitación por el nuevo conocimiento. Toda conducta humana la expliqué desde entonces con los comportamientos que observaba en los insectos, que tal y como nosotros son animales aunque por definición con dos antenas, tres pares de patas y dos alas. Lo hacía bajo la luz de que todo conocimiento era relacional y que toda explicación recurría a metonimias de otra índole, a ejemplos comparativos de otras ramas, y yo encontraba siempre un paralelo con lo humano en mi vasto conocimiento de la vida de los insectos y demás artrópodos.
Estudiando los increíbles bailes de los insectos en sus rituales de apareamiento obtuve, por ejemplo, una verdadera teoría de lo que significaba la conquista amorosa y, con el riesgo casi ineludible de que parezca una extravagancia, debo decir que con dichas observaciones mejoré mi habilidad para la prosecución de tales menesteres. Hay patrones sostenidos en los aspectos de la naturaleza que trascienden a sus disímiles efectores, y la percepción que existe entre los cuerpos no se escapa a dicha realidad.
Más tarde reflexionando acerca del sacrificio de las abejas al hacer daño comencé a tener conciencia de los aspectos que no había observado de mis pasiones, de mi curioso afán, y de la ideología religiosa en particular.
Y hace unos pocos días, al ver con nuevos ojos cómo las mariposas y otros insectos ceden el cuidado de sí, obnubilados por el fuego, hasta caerse y morir en él comprendí la existencia de lo que se conoce entre otras con la palabra “Dios” y el verdadero significado de la tan mentada, en todos los lugares y en todas las épocas, figura de la luz.
Toda la vida me han gustado los insectos y no atino a saber el por qué. Sospecho que hay ciertas conexiones arbitrarias que determinan el devenir de una persona con destinos inciertos. Mi gusto me ha llevado, desde que no tengo memoria, a producirles todo tipo de violencias que con el tiempo fui, por añadidura, perfeccionando; recibiendo incluso el título de especialista en tal rubro…y me ha caído como un rayo, de súbito y luminosamente, que lo único que he hecho en todo este tiempo que he transcurrido fue conocer la vida produciendo la muerte.
¿Cómo pude decir que amaba a los insectos si los he aniquilado constantemente, si los he recluido y desmembrado? ¿Qué cosa es el conocimiento en mí sino un registro de toda esa muerte? Es curioso percatarme ahora de algo que he sabido ayer, su mismo nombre, insecto, proviene del latín y significa, literalmente, partido al medio y así, así me siento hoy.
A este triste estado me lo he ganado sin siquiera sospecharlo. Ya no puedo caminar sin dejar de mirar al suelo, si piso un bicho me largo a llorar; me han despedido del laboratorio por dejar en libertad a todos mis hermanos cautivos y hasta me han iniciado una causa penal por daños y perjuicios por ello.
No puedo dejar de pensar en mi fatal destino, si bien creo conocer el carácter inequívoco del mundo: Creación, Conservación y Destrucción son fuerzas siempre andantes, entrelazadas eternamente. Me consuela, a veces, creer que he destruido para conocer, registrando, para luego crear, al reordenar, pero no me convence más que un rato, no más.
No espero que me entiendan ahora, pero sólo preciso que recuerden esta misiva ya que en algún momento de sus vidas quizá acierten el mismo tenor en su mente y me comprendan; o si alguna vez lo han compartido, les pido que no se olviden de ustedes en mí. Sé que no puedo seguir llevando a la obsesión la culpa que ahora me aqueja porque de algún modo no es posible evitar todo mal con ninguna acción, ni con la más bondadosa, pero la constatación de que he vivido en un error por tanto tiempo me hace pensar que todo esto es una ilusión y que el sentido de las cosas está más allá de toda humana explicación, de toda humana observación. Pero siento con la misma fuerza que no puede estar fuera de la propia vida y, por lo tanto, de una percepción directa.
Esas verificaciones sin palabras, de los sonidos sin los sentidos, de las vibraciones no mensurables, de las luces que brillan detrás de las sombras son lo que busco ahora. Me iré mañana de aquí y no diré adónde para que no intenten buscarme pensando que quizá esté fuera de mis cabales.
Quiero que sepan que he elegido un camino sin regreso y que seré tan feliz o tan infeliz como ustedes, ni más ni menos. Si han de pensar en mí alguna vez desearía que entiendan que esta huída es parte de una consciente transformación. Y si han de recordarme, de algún modo, ojalá sea casualmente, de improvisto y con alegría, al ver unas coloridas alas agitarse y desearía que una sonrisa cómplice se dibuje entonces en sus rostros, al ver una mariposa.

1 comentario:

  1. Ahora entiendo todo Bichi.
    Hoy justamente dije "inolvidable apodo" jaja...

    Muy lindo, sobretodo Clara y Margarita.

    Mua!
    Marin aaa.

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