miércoles, 14 de julio de 2010

Las hijas de la Unidad (Alberto Diaz Flores)



Desde que somos la semilla, el gen latente para la manifestación postrera, a nosotras, las unidades, nos han enseñado la ética de la acción inegoísta y el sentido unívoco de la comunión.
El “Todas somos una” y el “Tú eres aquello” comienzan como una mera vibración indefinible cuando somos larvas y, luego, en su repetición continua logran, un buen día, transmitir un breve cosquilleo que nos hace serpentear; a esto le llamamos el despertar sónico de la conciencia cósmica.
Pasado dicho atisbo pulsional, con el tiempo y luego de transformarnos, la vibra se vuelve audible ya y activa las sustancias arquetípicas trascendentes suscitando la magia de la comprensión. Comenzamos, desde entonces, con la modelación paulatina de nuestra materia mental. Es el único principio de inmutabilidad del cual nos valdremos para enfrentar el devenir, que aparece como un enorme caos ante cualquier iniciado en el conocimiento de la naturaleza. Hemos dado a éste ejercicio el nombre de voluntad cósmica manifestada y, durante el yugo diario, la colonia entera repite en la fuerza del verbo nuestra elección, nuestra praxis vital.
Nuestros fundadores comprendieron lo que no resulta evidente, lo que no es tan claro, lo que es difícil de aceptar una vez que se ha comprendido, pues es la cifra de la realidad toda: la eterna paradoja en la manifestación infinita de la vida. Inefable es la explicación pues factible no es, con finito lenguaje, lograr la conciencia de lo infinito. Ésta sólo puede llegar a existir cursando cierto estado de la mente y del cuerpo, con ciertas y precisas modulaciones en el vibrato del cuerpo en conjunto con el del cosmos; es realmente difícil y exige un control arduo, una práctica constante.
Los mayores comprendieron que todo es la acción desplegada de una causa perpetua, que todo es el inequívoco accidente de un movimiento eterno, de una inteligencia suprema encarnada en cada ser, en cada forma, en cada nombre. Sus iluminaciones crearon nuestra religión y para que fueran comprensibles para todos, algunos de nuestros precursores narraron las historias de nuestros dioses, de nuestras ninfas y de nuestros guerreros, conformando una completa cosmogonía mitológica, ficticia, para acercarnos, poco a poco, a la luz, a la verdad.
Hermanos y hermanas, primos y otros relativos han seguido otros caminos, más solitarios algunos, otros hasta parasitarios, mas nuestra comunidad y nuestros preceptos no nos permiten desdeñar otras posibles vidas, las continuidades de otras energías existentes aunque no las compartamos. Nos verificamos cercanas a otra suerte de devenires con los cuales estrechamos vínculos, sustentándonos mutuamente. Nuestro alimento menoscaba las flores, pero ayudamos a su esparcimiento y reproducción.
Si bien no ignoramos la unidad infinita que nos permite la vida a todos los seres por igual, sabemos que no podemos manifestarla, con la plenitud que merece, ignorando nuestras azarosas formas, nuestros necesarios deberes, nuestras inevitables batallas; nosotras morimos al dañar, al escupir nuestra ponzoña, y vivimos para la colonia. Ningún ego importa cuando nació la conciencia de que somos, a la vez, habitantes de y habitadas por, el cosmos.
Como a toda criatura se nos han otorgado los dones sobre la materia, el poder pero también el padecimiento, y, al mismo tiempo, el hermoso placer de la ignorancia, de la indeterminación que permite la existencia de los distintos avatares, de los muchos azares, de las diversas elecciones en innumerables coyunturas. Esta condición cósmica de interacciones continuas posibilita nuestra experiencia como una aventura y nos impele a la afirmación de nuestra cosmovisión, de nuestra voluntad manifestada que es el modo que consideramos ineludible para devenir en el imprevisible acontecer.
El destino, que es tan oscuro como inexorable, me ha deparado, por ejemplo, a mí, un frasco en la habitación de un hombre de ciencias. Por un extraño e incomprensible pudor, este señor que me ha separado de mis pares con fines de examinarme una vez muerta, no se atreve a darme el golpe de gracia sino que espera, con una paciencia sádica, mi final, que no ignora cercano.
Es curioso como con este pequeño vericueto, con este reducto de lo más ridículo, pareciera evitar su mala conciencia, olvidando que me ha hecho cautiva coartando mi desenvolvimiento. Alguna vez escuché que tales actitudes de disociación y encubrimiento eran comunes en nuestros hermanos los humanos pero no las creí ciertas. Otra vez el saber, que es nuestro legado y se imprime a fuego en nosotras, fue certero.
Limitada en vuelo por esta transparencia cilíndrica me he entregado a la evocación, al recuerdo y a la imaginación. En nuestra mitología existen historias sobre cautiverios, una dice así:

Érase una vez, en un sembradío de alfalfas, que un hombre de talento consiguió emular una colmena con ciertos panales de madera que dispuso para que sirvieran a tales fines y logró atraer a una colonia entera con la intención de extraer la miel producida para dársela a sus niños y comerciarla a cambio de otros alimentos con otros hombres.
En un primer momento, alabando la novedosa arquitectura, se supo hablar mucho acerca de la inteligencia del hombre, de su bondad, y todas estuvieron muy contentas y cómodas en el nuevo hogar. Pero pronto esto acabó, y se planteó en la colonia un gran debate cuando el hombre extrajo la miel por vez primera, resintiéndose mucho la mayoría de las unidades al comprender el cuadro en su totalidad. Tanto que lo atacaron, muriendo muchas, cuando se acercó nuevamente luego del hecho.
Se alzaron diversas voces por entonces. Una decía que había que abandonar de inmediato el lugar, que ninguna abeja iba a ser explotada por nadie nunca. Otra defendió la postura de quedarse, poniendo de relieve la comodidad del lugar y la protección adicional que recibía la colonia bajo el tutelaje de este hombre, concluyendo que era una pequeña dádiva para vivir en un medio controlado.
Hubo una tercera voz, más sabia, que se alzó sobre todas pregonando que no había otra cosa más que pensar en la Eterna Unidad, que todas debían aceptar el destino que les había tocado en suerte y que la libertad era una expresión de la conciencia y nunca había objeto o sujeto que ejerciera tal dominio que la hiciera desaparecer del todo.
Puso como ejemplos que si el día de mañana la construcción, por un error del hombre, no resistía, podían morir todas, o quizá, si decidían irse, al iniciar el éxodo los depredadores diezmarían la colonia y en la endeble situación de formar un nuevo hogar se comenzarían a extinguir. También mencionó la posibilidad de que ninguna de estas dos cosas sucediera y que podían urdirse todo tipo de destinos con circunstancias distintas, con finales felices o calamitosos.
Dijo luego que toda acción tenía su contrapartida y que ser esclavas del hombre hacía esclavo al hombre también, porque iba a necesitar de ellas después de cierto tiempo. Más allá del fastidio y del enojo pidió que considerasen la real diferencia, si es que la había, con lo que hacían ellas a las plantas. Les recordó que el verdadero amo de todos era la inteligencia suprema que movía tanto al hombre como a la alfalfa, tanto a las abejas como al caliente sol, y que debían resguardarse del temor y de la ira, poderosos reyes para quien cediera a sus impulsos, dejándose dominar por ellos.
La argumentación y la sabiduría que guardaban estas palabras concluyó con toda discusión y, exceptuando, una faceta mínima de la colonia que en un conciliábulo decidió la inmolación de uno de sus miembros, de cuando en cuando, para mantener cierto respeto por parte del hombre, el resto continuó su ritmo en la mayor paz, buscando la subyacente cósmica unidad.

Hay otra historia. Una cuyos detalles no logro completar. Es la de una hermana que fue cautiva como yo de un hombre que necesitaba verla muerta para hurgarla y conocerla. No logro recordarla con claridad y tengo la impresión de confundirme profundamente algunos eventos; una atmósfera de ensueño pareciera recubrir con su manto viscoso mi acceso a dicha trama...
Cada vez falta más el aire aquí y la fatiga gana, de a poco, mi abdomen. El hombre, inclinado sobre sus libros, toma notas y me mira de soslayo, de a ratos, expectante del fin...
Creo acercarme ahora…
Una suerte de zumbido muy fuerte y particular precedía a su muerte. Resultaba ser el summum de una invocación de dones que provocaba una especial vibración, sembrando en el oído del captor una sutil huella…
El vestigio para el registro futuro de las circunstancias de su estirpe y de su destino aciago en unos grafos.

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