domingo, 10 de octubre de 2010

El Polilla (Alberto Diaz Flores)


El tipo salía, religiosamente, todos los días que no lloviera a las seis de la mañana para andar las calles del barrio con su bicicleta de carrera. Un broche en la botamanga derecha del lompa, una horita dando vueltas y respirando el aire impuro del Docke; después unos mates, una ducha y a hacerse amigo del laburo en la sastrería.
Un viernes como los otros fue un viernes distinto. El polilla, que por entonces era solamente Juancito, un pibe inteligente que había ganado las olimpiadas de matemáticas en la primaria, abrió dormido la puerta y un policía de la 1ra le ratificó lo ajena que es la vida. Un intento de robo fallido, tres tiros certeros, la silueta de su viejo dibujada con tiza en el pasaje Homero y la bici apoyada en un paredón al costado de la escena.
No se despabiló en ese entonces y hay quienes dicen que, en realidad, no despertó nunca más. Hay algo que puede quedarse bastante quieto en este impermanente mundo, y es lo que se amure profundamente en la bocha. Hay eventos, aunque breves, que pueden llegar a permanecer plasmados durante toda una vida, dejando a alguien orbitando siempre en derredor de ellos.
Había cumplido dieciocho años dos días antes y su papá le había regalado una playera, “Seguro era para que saliera a andar con él”, dijeron algunas viejas como para darle una rosca más al asunto, para hacerlo, como si hiciera falta, aún más triste. Lo terrible no es que un hombre muera sino que otro hombre lo ultime, dijo un viejo sabio. En el barrio como en la mitología las cosas se hacen grandes a propósito, se intenta interesar al oyente con la exageración a la vez que se da a la casualidad o a una arbitrariedad los rasgos de la fatalidad predestinada.
Lo cierto es que se quedó solo; tenía tíos en Misiones, los hermanos de su finada madre, pero ni siquiera se molestó en avisarles ya que los había visto una vez de muy chico y luego nunca más, ya que se enemistaron con aquélla por un asunto, por entonces mayor, del cual hoy ya ni se acordaban.
Ese día le abrió la puerta nomás a un amigo y no quiso recibir a más nadie. El barrio entero se consternó. Un programa de televisión de los que dicen qué es lo que pasa cumplió con su misión artera tercerizando su mensaje al darle el micrófono al primer hijo de vecino que pidió mano dura. Justo después de la alegría y el orgullo de mostrar el vital triunfo de un tenista en no sé dónde, justo antes de mostrar, pixelado, como se le escapaba una teta a una voluptuosa mujer en un programa de entretenimiento, a lo que le siguió un comprometido informe, con cámara oculta y todo, en donde se demostraba, categóricamente, que en algunos kioscos de la capital no se le cambiaba el agua a los panchos todos los días.
Intentaron, por supuesto, que el muchacho hablara; tocaron su puerta, hicieron sonar su teléfono, que fue facilitado en la comisaría por unos mangos, pero fue en vano. Esa misma noche “el polilla” comenzó a tomar su forma final; salió pasadas las doce a merodear las calles con su playera sin un rumbo aparente.
Un par de días pasaron y algunos notaron la extraña conducta. Se urdieron varias conjeturas de momento: algunos pensaron que salía buscando a los ladrones, otros que buscaba, de algún modo, su propia muerte, otros que se trataba de la primera manifestación de una incipiente locura y no faltó quien bromeara diciendo que se trataba de mero ejercicio.
Pocos días más tarde, algunas personas le pidieron las prendas que le habían encargado para su arreglo a su viejo antes de morir. Los buscadores fueron por la mañana, luego por la tarde, pero cuando caía el sol, antes no, les pasaba pelota. Se limitaba a escuchar lo que querían, luego entraba y al rato salía con el objeto descrito.
“Pobre pibe” fue el sonido que se refirió a él por un lapso de tiempo. Casi un año después, la conmiseración fue cediendo su lugar a la malicia, paulatinamente, tal vez alimentada por su parquedad y su ensimismamiento. Muchos se preguntaron de qué vivía el muchacho y, en respuesta a su propia incógnita, resignificaron su costumbre de salir por la noche en su rodado: dijeron que salía a robar, otros que repartía tizas y piedras a domicilio.
Se extendió por entonces el uso de referirse a él como “el polilla”. Algunos sostienen que el apodo nació porque sólo salía de noche. Otros dicen que se sustentaba en una gracia que dejaba entrever que vivía de comer la tela de todos los trabajos encargados a su viejo que habían quedado en su casa; una rara vergüenza atravesó a muchos vecinos que prefirieron perder la ropa antes que tocar la puerta del pibe. Otros lo relacionaron con el revolotear errante, a veces circular, de su recorrido. Algunos decían que era nomás porque era un fiaca que vivía durmiendo.
Finalmente de desamparado, pasado un año y medio, se convirtió en un sospechoso. La ignorancia, regada por su silencio, desató los monstruos imaginarios que reflejaron las miserias propias de los interpretantes del avatar ajeno y el pobre Juan se confundió para siempre con el polilla, el pibe trastornado de un barrio polucionado.
Lo cierto es que se quedó solo; y lo cierto es que durante todo ese tiempo intentó comprender por qué pasaban las cosas que pasaban. Lo único que le pareció claro fue que todo lo que le surcaba la cabeza era falso, por insuficiente, a la vez que real, por su inequívoca presencia; que tenía una vista estrecha, porque su cabeza echaba luz sobre un sitio dejando a oscuras otro, inevitablemente; pero ocurría que ocurría esto.
Comprendió que las circunstancias humanas se relacionaban con una inexorable continuidad que exigía la vida, la que movía todas las millonadas de cositas que tenía adentro de su piel y que lo mantenían vivo sin que le hiciese falta ni siquiera pensar. Concluyó que cualquier idea o apreciación, por tonta que fuera, tendría un fiel perseguidor capaz de acometer una belleza o una atrocidad dependiendo de su tenor.
Se dedicó entonces a callarse, a callarse por dentro, a interrumpir cualquier atisbo de humana palabra, de sentimiento humano y a intentar interpretar los impulsos y los ritmos de la vida secreta que guardaba en su interior.
El viejo era un tano que guardaba el cobre como si fuera oro y por eso había podido llevar una vida austera todo ese tiempo. Pasados muchos días le quedaron tan sólo los hábitos, la memoria de una rutina que no quiso intentar interrumpir: comía, dormía y, en la noche, salía con su bici a andar el rato por ahí.
Lo que se convoca con la palabra suerte no era un don prodigado a este muchacho y como una jugarreta del destino, quizá invocada por tanta malicia sugerida, una plaga de polillas diezmó su vestuario. Ya había dejado hace tiempo de abrirle a su amigo, ya había logrado casi desandar el camino del lenguaje y una alegría, inmotivada, lo invadía de cuando en cuando…
A las seis de la mañana de otro viernes un tipo observó cómo el polilla, con cara de extasiado y la ropa llena de agujeros, venía andando tranca por la calle. Una piedra hizo que perdiera el equilibrio y la bici se fue yendo, inestable, hacia el cordón; tuvo que frenar para no darse la jeta contra el asfalto.
El tipo, cansado de que lo roben, muy sugestionado, sacó el bufoso que cargaba y le chantó tres tiros sin mediar palabra. El polilla quedó nomás tirado ahí, con más agujeros todavía. Una tiza dibujó, luego, el contorno de su cuerpo; la bici quedó apoyada sobre un palo de luz y unas bolas blancas de naftalina que habían salido de su bolsillo y rodado hasta la zanja, flotaron hasta perderse en la alcantarilla.

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