jueves, 27 de enero de 2011

Sombras de sombra (Alberto Díaz Flores)



Tres días de intensa lluvia lo obligaban, todavía, a refugiarse en aquella grieta del monte Kii. Consideró que el burlón acontecer estaba demorando, en forma de precipitaciones, el desarrollo voraginoso que en los últimos días había cobrado el camino que había iniciado muchísimo tiempo atrás. Unas ansías, raras en él, le invadieron; es porque albergaba en su corazón el afán de hallar una respuesta que sentía muy próxima.
Desde chico el sonido había movilizado los impulsos eléctricos necesarios para articular la precisa modificación material en las células de su cerebro que fijaron en él el más curioso de los indeterminados sentidos. Su abuelo le había repetido el discurso ancestral, la apreciación de la naturaleza transmutada en lenguaje.
Le habló, en sus tardes primeras, del Shinto, de sus liturgias y de cómo honrarlo. Le relató con dulces palabras la existencia de una pléyade de 8 millones de deidades y cómo con sus respectivas y diversas fuerzas mantenían el equilibrio y la armonía en el devenir. Y le habló del monte Kii.
Ya en aquéllos, sus años mozos, fue creciendo su devoción; imaginando el santuario sito en el mítico monte, fascinado por la cosmovisión que cifraba, por los profundos misterios que lo conmovían. Aquéllas tierras lejanas le propulsaron sus primeras ganas de emigrar. Pidió un triciclo en una ocasión convencido de que podría emprender la misión y, luego, disuadido por sus padres que le nombraron al mar como su principal escollo, alimentó las fantasías de construir un barco enorme con papel del modo que le había enseñado su abuela. Pero faltaban aún salir muchos soles y vivir muchas penas antes de que lograra pulular aquél follaje.
Soñó muchas noches con la hermosura de la princesa que es hija del sol y con mil máscaras que le generaban tanto pavor como atracción. En la pesadez del sueño fluctuaban los inconexos eventos. Bellos jardines plagados de sonrisas daban pronto paso a sitios sombríos y a caras extrañas que desaparecían cuando el rostro divino de la princesa de pronto surgía, le miraba y sonría. Si ella se apartaba aquéllas volvían, pero insistía en perseguirla pese al miedo e intentaba hallar entre las sombras su sombra. Sin saberlo, alimentaba, con las variadas e insistentes evocaciones, ya en vigilia, ya en duermevela, sus futuros pasos.
Nacido en Parque Centenario e independientemente de que sus ojos rasgados y el epíteto ponja le recordaran, toda vez, su origen de geografía remota, los saberes recibidos le sembraron, en su desarrollo, la idea de que no se encontraba en el lugar adecuado para lograr su plenitud. Si bien le gustaban el fútbol, las mujeres y el mate nuestro país nunca se le ocurrió terreno fértil para la finalizar un proceso evolutivo que sentía necesario; su imaginación había trazado ya otros horizontes. Lo llevaba el presentimiento de que guardaba en su interior ciertos principios vitales que se activarían bajo unos precisos parámetros.
Respondía siempre a sus amigos, cuando requerían explicaciones sobre su estado de abulia, que experimentaba una suerte de diapausa y no una depresión como ellos parecían sugerir. También blandía como argumento la extraña comunión que sentía con algunas especies de libélulas que en su estadio de larva, además de vivir más de diez veces que en su estadio final, se desarrollaban en un lugar remoto que era abandonado en el acto y para siempre.
Tenía una particular afición por dichos insectos que había nacido con la melodía de una tradicional canción japonesa que explicaba a los niños como cazarlas. En el Japón el cultivo de arroz es primordial para la dieta y los inundados campos donde crece son también el terreno fértil para las gestaciones acuáticas de los mosquitos, moscas, tábanos y de las propias libélulas. Éstas últimas eran festejadas por el arte de los hombres puesto que cumplían la función de predadoras de aquellos otros insectos, vectores de enfermedades y por demás molestos.
El principal impedimento para la efectuación de su anhelo espiritual lo constituía una obligación de la que no renegaba. Por unos malos negocios su padre había perdido todo cuando era él adolescente, y luego de que se suicidara asumió la responsabilidad de velar por su madre. Primero con amor, luego, fue necesario también el metal.
Para poder ahorrar lo más posible para el viaje llegó a caminar setenta cuadras de ida y otras tantas de vuelta durante años hasta el microcentro, donde lo disfrazaban para servir la mesa en un restaurante de comida japonesa. El yugo y la penuria que muchos tienen que pasar en esta vida para que otros gocen de placeres exagerados alguna vez le trajeron dudas de verse sus pies en aquéllas tierras. Sin embargo, ni una sola vez se lamentó o maldijo las circunstancias de su vida, a pesar incluso de que lo poblaban los recuerdos de sus seres queridos que ya no estaban.
Tenía bien arraigada la obstinación por el camino que se le fue allanando desde un plano inconsciente; y había decidido soportar con fuerza todo lo que tocara en suerte. Tenía conciencia de los poderes que guardaba la superior inteligencia de la cual su pensamiento era una manifestación, si bien avanzada, aún escasa. Y a los laberintos de la psiquis los sorteo con la fe de que, al fin y al cabo, la razón no importaba nada cuando, tanto en la inmensidad como en lo microscópico, las fronteras de lo observable por un hombre se perdían en lo infinito y cuando el orden preciso de la naturaleza dejaba afuera del control, por medio del pensamiento conciente, los millones de movimientos y procesos necesarios para la propia existencia, incluyendo la procura del aliento.
Su intuición lo llamaba a un preciso lugar. Desde aquéllos rumores salientes de un rostro que se desdibujaba hasta los sueños eróticos en los que se consumía, en éxtasis, por el fuego de un celoso padre que no soportaba ver a una diosa liada con un simple mortal. Desde Parque Centenario hasta San Nicolás sus pasos se dirigían, inmemoriales, al monte Kii.
Un día murió su madre y con mucho pesar inició su periplo. Tenía treinta años y el dinero contado que había ganado con su trabajo, en ese lugar donde esperaban que la propina sea sueldo y donde explotaban, por añadidura, comercialmente su estampa.
Le zumbaron fuerte los oídos al despegar el avión y sintió cerca del cuello la sensación de que un algo se le resquebrajaba. Luego de un par de trasbordos llegó al monte. Se sumó de inmediato a la peregrinación que finalizaba con la llegada al templo y resistió sin problemas el arduo camino debido a su involuntario entrenamiento. Todo se conecta de una manera insospechada, pues, aunque no es evidente, se es el sujeto preciso de un discurrir de millones de eones y lo que se alude con la palabra azar es, en la inaccesible realidad, la causa eficiente de infinitos eventos. Él lo entendía así, lo sabía de antemano, lo sabía de expresar, pero esta vez lo comenzó a sentir desde las plantas de los pies.
Al llegar al templo convocó y reverenció a las fuerzas supremas en medio de inciensos. En un acto de generosa ofrenda se despojó de todo lo que poseía permaneciendo además unos días en ayuno. Luego emprendió su otro viaje adentrándose en el monte, con unas pocas provisiones.
Mientras caminaba cazaba libélulas del modo aprendido melódicamente y admiraba sus hermosas formas y sus colores para luego liberarlas ilesas. Sentía que su cabeza era una voraz boca que se alimentaba de todo lo que veía, olía, tocaba y oía y pateó el monte masticando todo lo que podía. Se abrazó a los árboles y, por primera vez en su vida, gritó muy fuerte -en criollo-. Luego se sumió en el más profundo de los silencios.
Comenzó una tarde un raudo temporal y se debió refugiar en una grieta. Él deseaba seguir en tránsito, estar en perpetuo movimiento como el impermanente mundo pero luego de tres días todavía estaba varado allí. No cesaba de llover y de tronar. Se sentía demasiado próximo pero contenido muy a su pesar. La cortina de agua sumía en sombras el lugar y esa noche tuvo un curioso sueño.
Salía de su casa y comenzaba a caminar como a diario. Ésta vez al llegar a la puerta del restaurante donde trabajaba en vez de entrar seguía de largo ante la mirada atónita del dueño. Atravesaba, a continuación, a toda marcha la reserva ecológica y se adentraba en la mar. Sus pies parecían estar hechos de plomo lo que le permitía ir caminando sobre la plataforma marítima. Los peces nadaban a su alrededor y con sus dedos tocaba brevemente la vegetación marítima, siempre huidiza. Una pesadez hacía que todo fuera lento, muy lento. Los sonidos eran profundos, algunos muy agudos y otros muy graves.
Además de peces y crustáceos, había millones de partículas diminutas y blancas, y cientos de burbujas que lo rodeaban. Luego de un rato de caminar, el mar se aclaraba y el sol, que traspasaba las aguas cristalinas, hacía que las pequeñas siluetas redondas tomaran su color y, de pronto, se halló en un cosmos acuático con millones de minúsculos soles.
Más tarde todo se sumía en penumbras y en una escala de grises cambiante se dejaban entrever formas anodinas y efímeras por doquier. De un momento a otro se encontró hecho una bolita, envuelto por una sustancia viscosa de la cual se pudo deshacer haciendo mucha fuerza con la cabeza. Acto seguido, un fuerte chorro de agua saliente de su ano lo propulsaba con potencia fuera del mar dando una inspiración profundísima que le producía un ruido fuerte debajo de la nuez.
El ruido resonó en la grieta y él despertó. Descubrió con alegría que había dejado de llover y percibió como cientos de libélulas volaban por los aires movidas, quizá, por la misma buena nueva. Con un sentimiento de regocijo inefable cerró los ojos por un rato sentado en la oscuridad. Luego, sonriente y silbando cierta canción se echó, nuevamente, a rodar.

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