domingo, 13 de marzo de 2011

El instante (Alberto Díaz Flores)



1. El viaje

Salimos apresurados. Nos apremiaba la hora de partida del ferry y el anhelo de alejarnos de la jungla de cemento. Lloviznaba sostenidamente y se habían empañado las ventanillas del taxi al que nos subimos. Las luces de la calle, a través del vidrio brumoso, proyectaban sus haces en perfectas esferas; y, al tiempo que avanzaba el bólido, se convertían en fugaces estelas que desaparecían junto con el camino.
Abordamos últimos el buque y pasamos en la cubierta la mayor parte del viaje, fumando y charlando. Le conté que había leído un artículo ocultista esa tarde, antes de reunirnos, acerca de la espiritualidad. El autor desarrollaba una singular interpretación de la filosofía del yoga. Exponía asimismo una curiosa teoría de la evolución y de los ciclos adornada con descubrimientos pseudocientíficos de la época del escribiente y con algunas de las tesis funestas de Herbert Spencer. Por ejemplo, señalaba la existencia de Lemuria, un falso continente nacido en 1864 para intentar explicar el parentesco que tenían los lémures en Madagascar y sus antepasados en la India, y, entre otras ocurrencias, daba por verdadero el leivmotiv platónico de Atlantis.
Toda idea humana puesta en la rueda de la variación, repetida desde los tiempos inmemoriales, prolifera en diversas manifestaciones. Las creencias de este abogado norteamericano, que escribía bajo un pseudónimo hindú y era representante oculto, bastante evidente, de una sociedad secreta, nos situaban cursando el quinto ciclo de los siete que habría de tener el hombre en esta tierra. Los ciclos se sucedían tras grandes cataclismos que dejaban unos pocos supervivientes, los mejores, en un sentido evolutivo espiritual, que se encargaban de ser el cimiento de una nueva raza siempre mejorada.
En el primer ciclo, del reino animal surgió el alma humana; con la conciencia de sí mismo y dándose por enterado de su inteligencia comenzaba el hombre su sendero espiritual. En el segundo, los supervivientes del primero ejercieron su reino, todavía rudimentario, razón por la cual no había vestigios de su existencia. En el tercero, de la anterior semilla brotó una gran civilización que habitó una tierra ya hundida, ubicada en lo que ahora es el Pacífico, el Índico y Australia, llamada Lemuria; fueron sus hombres grandes espíritus que perecieron tras un terremoto y una inundación. En el cuarto, emergió Atlantis, bajo la instrucción de ciertos lemurianos que se supieron guardar oportunamente, hoy hundida en el Atlántico cerca de África; civilización mucho más adelantada, tecnológicamente -sobre todo en el ramo eléctrico-, que la nuestra hoy en día, de la cual los egipcios, persas, caldeos y griegos tuvieron influencia decisiva en sus albores. El quinto fue fundado por estos últimos y se extiende hasta la actualidad.
Al terminar de contarle el artículo hablamos, en un par de horas, de geología, biología, astronomía, filosofía, religión, política, ética, moral, espiritualidad y antropología entre otras cosas. Desde que nos conocíamos que estábamos en una misma gran charla. Nos deteníamos para dormir y para hacer las cosas necesarias para ganar el sustento. A veces, por días divagábamos en otras cuestiones pero siempre retornábamos a las mismas preocupaciones. Ya éramos muy hábiles y, en minutos, disponíamos todo el juego sobre el tapete.
Más tarde dejamos, de un momento a otro, de hablar y nos besamos en la cubierta. Abrazados por el frío, mirando las estrellas, sonrientes, nos quedamos en silencio un rato y, luego, bajamos para dormir. Las butacas eran incómodas y la sinfonía de ronquidos de un trío de pasajeros complicó mucho la misión. Ella soñó que la picaba una araña, me enteraría después. Y yo, que me perseguía una quimera sin forma en una oscura noche de la cual no podía huir nunca del todo sintiéndome harto impotente.
Al despertar, medios abombados, nos transportaron en un micro desde el puerto a la terminal de ómnibus. Cuando llegamos allí, nos sentamos en un bar. Ella tomó un café con leche y comió tostadas con manteca y dulce de leche; yo tomé un jugo de naranja y comí huevos revueltos con panceta. Después de dormir un rato más, sentados dentro de la terminal, fumamos afuera esperando otro rato el micro que nos llevaría hasta el pueblo costero que era nuestro destino.

2. El sitio

Un pintoresco camión enrejado nos transportó por la pesada arena hasta llegar al cabo, completando la travesía. El sol pegaba duro, eran cerca de las tres de la tarde, y arrastramos, con dificultad, nuestros bultos por la arena hasta llegar a dar con la amable chica que nos dio la llave del rancho que habíamos alquilado desde Buenos Aires. Tras investigar las instalaciones y escuchar las indicaciones pertinentes sobre higiene y seguridad, desarmamos los bolsos y acomodamos nuestros bártulos.
El rancho era modesto y encantador. Estaba compuesto por dos cuadrados dispuestos escalonadamente, con un defasaje de un metro. El primero de ellos era de material y estaba pintado de amarillo por fuera y de blanco por dentro; tenía un pequeño anexo, también de material, en forma de rectángulo en su parte posterior que constituía el baño, cuyo curioso piso era de hormigón y culos de botella. El otro cuadrado era de listones de madera por fuera y cortinas de esterillas por dentro, quedando en medio el aislamiento.
Los tres ambientes estaban en desnivel; el piso de madera del primer cuadrado, por el cual se accedía al rancho y a los dos ambientes restantes, estaba unos centímetros elevado sobre la tierra; el baño, en cambio, estaba por debajo de su nivel y el piso del otro cuadrado, por su parte, elevado respecto del primero.
La pequeña puerta, al frente, de un metro cuarenta, aproximadamente, estaba guarecida por una galería hecha con dos postes y una media sombra que terminaba un metro antes de la cachimba de material de la cual se extraía el agua necesaria para los quehaceres.
Al franquear la entrada, sobre el suelo a la izquierda, se encontraba el colchón de dos plazas con su cabecera debajo de una pequeña ventanita contigua a la puerta. Colgando del techo sobre el lecho había un mosquitero circular que se extendía para dormir protegido de los insectos. Al lado de la cama se hallaba la chimenea, cuyo tiraje, visto desde afuera, irregular y de color gris, parecía un pene. Apenas a medio metro, sobre esa misma medianera, y, justo antes del baño, había otra pequeña puerta idéntica a la de la entrada.
La división entre un cuadrado y otro era también de cortinas de esterillas y se extendía apenas comenzaba el segundo cuadrado, sobre la derecha, a un metro de la puerta de entrada, hasta una columna de tronco circular que preludiaba la apertura para el acceso al ambiente. Luego de ésta, en la parte sobrante que ya no daba con el primer cuadrado, un colchón y un almohadón grande se extendían a lo largo de la pared posterior del rancho configurando una zona de descanso.
Pegada a la cortina divisoria se encontraba la pequeña cocina, compuesta de una mesada alta donde se hallaban los utensilios de la cocina, y por dos garrafas con anafes colocadas sobre unos cajones. Había también una mesita desplegable y unas sillas playeras. Le daban luz al ambiente tres ventanas ubicadas en cada una de las paredes que daban al exterior.
Comimos una pizza comprada en un barcito cercano que junto al trajín del viaje nos obligó a dormir una siesta. Al despertar, fuimos a caminar por una de las playas que se extendía desde unas dunas hasta la zona rocosa donde estaba el faro, que se encontraba en la punta del cabo. A la otra playa la conoceríamos unos días después y se extendía desde el cabo hacia otras dunas. En medio de las dos costas se encontraba el pequeño pueblo.
El mar azul estaba revuelto y había poca gente, dispersa, sobre la enorme playa; el aire energético del mar nos llenó de gozo. Caminamos contentos por un buen rato dirigiéndonos al faro, descalzos, pisando la arena mojada. El sol estaba posado a nuestras espaldas sobre la otra costa; de cuando en cuando las olas nos tapaban por unos segundos los pies.
Mientras reíamos tomados de la mano a lo lejos percibimos un bulto negro. Cuando estuvimos más cerca, alejándonos de la mar, con cierta tristeza, vimos un lobo marino pequeño y acéfalo que había sido arrastrado por una crecida de la corriente hasta bien entrada la playa. Al rato volvimos a ver otro, y recién cuando llegamos a la zona rocosa, pudimos sacarnos la mala sensación que nos surcaba al observar que una veintena de ellos descansaban y jugueteaban allí en plena vida.
Regresamos desandando el camino hecho y nos sentamos para leer en un sitio que se nos antojo justo. Ella disfrutó a Proust y yo analicé a Borges, tomando notas al margen del libro. Luego de permanecer unas dos horas, decidimos volver al rancho después de observar, de espaldas al mar, cómo a lo lejos se ponía el sol con un bello tono cobrizo.
Mientras cargaba en la cachimba los baldes para dejar en el baño, pues no había agua corriente, escuché un pequeño grito y entré de inmediato. Con cara de terror y sin hablar, ella me señaló una araña marrón y peluda en la columna de madera. Le dije que era inofensiva y que era enemiga de las moscas que por decenas ya deambulaban por el interior del rancho pero fue en vano; la debí ultimar con mi ojota.
Tomamos unos mates y dispusimos las velas; ya se acercaba la noche y en el cabo no había luz eléctrica. Mientras preparaba la comida, me llamó para que mire por la ventana: el cielo estaba iluminado por miles de estrellas de un modo que ninguno de los dos había visto antes. Especulamos si la geografía del lugar o la falta de luz eléctrica y de contaminación eran las condiciones que permitían tal espectáculo; concluimos que se trataba un poco de todas.
Salimos para contemplar un rato la noche fuera del rancho; la luna estaba iniciando apenas su cuarto creciente, y luego, entramos para comer. Con la panza llena, después de festejarnos, nos dormimos.

3. Lo extraño

Nos levantamos algo turbados; percibí que cierta extrañeza nos comenzó a rondar. Ella, con espanto, y después de un buen rato, me contó cómo yo en su sueño la perseguía con una ojota para matarla. El acto era inverosímil y, evidentemente, un resto diurno metamorfoseado, le dije.
Intenté bromear al respecto, y la corrí un rato, amenazante, con el calzado de goma en la mano. No pude confesarle que la había soñado muerta dentro del pozo. En la soledad y el silencio de mi mente, medité en la rara confluencia de la huesuda en ambos sueños.
Desayunamos un té con unas galletitas y fuimos afuera para llenar los baldes para el baño y unos bidones pintados de negro que se debían dejar al sol para poder bañarse, al atardecer, con agua tibia. Ella entró para buscar los trastos utilizados en la noche y me llamó. “Está lleno de hormigas”, dijo señalándome el cadáver de la araña que estaba siendo rodeado por ellas. Luego me indicó con su dedo los platos donde habíamos dejado los restos de la comida que también estaban bajo su asedio.
Barrimos el lugar y fuimos a limpiar los utensilios sucios. El lavadero estaba afuera, al costado de la puerta de entrada, sobre la pared que sobresalía del primer cuadrado antes que empezara el segundo. Había allí una mesada, también el balde y la palangana que servían para llevar a cabo las operaciones pertinentes.
Hablamos sobre las arañas y me dijo que había tres tipos peligrosos que vivían en los hogares; recordaba que una era la viuda negra. Le conté que se comían al macho y bromeando al respecto le dije temía por mi vida.
Cerca de las 10.30hs fuimos a caminar y a leer un rato a la playa. Un par de veces, en voz alta, me recitó algunos pasajes que le gustaban. Ella estaba fascinada con Proust porque de un acto banal introducía un mundo.
Estaba un poco nublado pero el sol picaba duro y decidimos volver para almorzar. Al llegar, riendo me dijo que estaba todo rojo y, riendo, se subió arriba mío. El ardor que sentí fue terrible y le pedí que se bajara de inmediato. Me sentía raro, ardiente en un sentido literal, y manifesté que no quería más sol por el resto de la jornada. Después de comer ella se tiró en la cama y yo fui al baño; mientras estaba allí escuché un quejido y cuando salí me mostró el dorso de su mano derecha. Tenía una laceración pequeña en forma de herradura muy roja y la zona en derredor a ella muy hinchada. Tenía cara de dolor; “No es nada”, le dije para tranquilizarla.
Al correr la almohada para acostarme vi una araña gris y peluda que me apresuré a matar. Con cara de preocupación ella me miró a los ojos. Le repetí que no pasaba nada; apreté la ampolla que se había formado en su mano, vaciando su contenido, y le pasé alcohol a la herida para limpiarla. Luego de revisar la cama nos recostamos.
- Parece joda, soñé anteayer que me picaba una araña- me dijo.
- Viste cómo son las cosas. Hay una rara relación entre lo que nos habita la cabeza y lo que nos pasa.
- Vos insinúas que uno llama a las cosas.
- De algún modo sí, pero no linealmente; sino sería todo muy sencillo. Es como los sueños la realidad, un enigma de espacio y tiempo.
- ¿Me vas a matar?- me dijo riendo.
- Jajaja, no. Pero ya te corrí con una ojota. ¿Ves? Ahí hay dos ejemplos, un miedo transmutado en realidad y otro en una humorada.
- Bueno, pero hay algo en común: los dos fueron anticipadores.
- No coincido. Vos soñaste que te corría con una ojota porque me viste matar a la araña en la columna y después te corrí porque me contaste el sueño. Somos bastante limitados y no percibimos más que un registro lineal de la realidad, pero es mucho más compleja. Tanto que nos parece paradójica y quedamos girando sobre vacío muchas veces. Vivimos bajo una eterna sombra, al percibir con las dimensiones espacio- temporales algo que nos trasciende por mucho. Hasta ahora los científicos afirman que hay once dimensiones.
- Está bien; pero todo se da. En un punto que no lo vemos o de una forma que no imaginamos; pero está ahí.
- Esperemos que también haya, para nuestro bien, ilusión.- dije.
- Quizá ilusión es lo que llamamos a lo que nos pasó o a lo que nos va a pasar en otras vidas.
- Ese imaginario tiene mucha tradición y más adeptos que cualquier otra idea, me parece.

Después de seguir un rato conversando, salimos a la galería a tomar mate y a leer. A veces apartaba la vista de las líneas que cursaba para pensar. Miraba entonces el suelo sin verlo realmente y golpeaba sin ritmo el lápiz en el libro. En uno de esos lapsus me percaté, en cierto momento, que había hormigueros por todos lados. Curioso, me paré y examiné los alrededores del rancho. Exceptuando los lugares de paso asiduo, a saber, los caminos y la entrada, no había un metro cuadrado que no tuviese al menos cinco o más agujeros de hormigueros. Compartían el espacio dos tipos de hormigas; las pequeñas rojas y, tres veces más grandes, las negras con el culo pardo.
La casa, exceptuando todo el frente y el costado donde estaba la otra puerta, estaba rodeada por maleza enraizada en la arena. Mientras deambulaba por los pastizales observé saltar diversas langostas.
- Mira bonita, algo así son las cosas. Tenemos millones de hormigas alrededor y no las vimos hasta recién. Está lleno de langostas también. Con las estrellas anoche pasó lo mismo; todo está ahí pero hay circunstancias que te hacen ver. Circunstancias azarosas, en el sentido que tienen una causa cierta y eficiente pero que aparecen ante uno en un cierto e impreciso instante.-dije.
- Bueno, la historia del libro es desencadenada por un recuerdo; como si se abriera una puerta.- dijo, señalando el libro de Proust.
- Claro. Esa palabra, desencadenar, es precisa. Imagina que todo es una enorme continuidad sin principio ni fin, tu vida, mi vida, la de las hormigas, la de las estrellas. Todo debe su existencia a una serie de eventos. Acá y ahora, algunas hormigas están visibles; las de por allá atrás no. Las estrellas están ahí pero todavía no se ven. Todo está entrelazado sutilmente, todos somos necesarios para otros y estamos conectados en una dependencia por grados. Y aunque hay un culto por lo más grande sobre lo más chico es todo igual de necesario para el universo.
Nosotros alimentamos nuestro amor, por ejemplo, y nos aprendemos mutuamente; nos perdemos por ello-sin un sentido real de pérdida ¿no?- otras cosas que pasan en nuestro alrededor. Cierto día, algo nos llama a mirar distinto. No es eternamente excluyente una cosa por otra, pero en su aparición hay una obnubilación instantánea. Y en un instante, por supuesto a su modo, presentes están los infinitos de otras cosas.
- En un instante la eternidad.
- ¡Lo mío es la perorata; lo tuyo, una vez más, simple y categórico!

Reímos y luego entramos para preparar la cena. Mientras hacíamos la comida me surgieron las ganas de tomar algo frío. Tomé la linterna y tras despedirnos con un beso me fui a la despensa a buscar una gaseosa.
El camino estaba realmente oscuro y, a duras penas, luego de preguntar a varios caminantes, llegué a mi destino. Eran cuatrocientos metros de día; pero ahora me parecieron muchos más. Cuando volvía, después de comprar, pensé en lo que hablamos todo el día y en nuestros fatídicos sueños; un escalofrío me recorrió.
- ¡¡Guau, Guau!!
De la nada, salió un perro ladrador que me asustó y huí corriendo en vano, pues el can me siguió apenas. “Quizá lo asusté yo a él”, pensé cuando volví a caminar con normalidad. La linterna, de un momento a otro, entro a fallar y se apagó; no la pude volver a encender. Maldije. Estaba perdido pero me sabía cerca.
Caminé un rato en la oscuridad y sentí que alguien me seguía; llegaban a mis oídos los ruidos de unas pisadas, pero apenas volteaba cesaban y no veía nada ni a nadie. Decidí caminar marcha atrás para ver que ocurría, y no los volví a escuchar. Después de un rato, volteé nuevamente y los pasos reaparecieron…
Estaba bastante sugestionado y decidí continuar caminando sin dejarme ganar la espalda. Después de un rato de andar, no sin cierta dificultad, vi un fuego de refilón y me acerqué. Un tipo grandote con pelo largo y la cara como metida para adentro, sumergiéndose en una intensa barba, me saludó alegremente con la mano a lo que respondí:
- ¿Cómo va? Che, se me rompió la linterna y llegué ayer por lo cual estoy doblemente perdido. Estoy parando en la casa amarilla. ¿La ubicás?
- Sí, pero está lejos de acá. ¿La que tiene la chimenea que parece una poronga decís vos?
- La misma. ¿Lejos? Recién salgo de la despensa y no caminé tanto.
- Te pasaste y bastante. Estamos a mil quinientos metros de tu rancho.
- ¿En serio? Pero, si salí hace quince minutos de ahí.
- Loco, son las doce ya y la despensa cierra a la diez.
- Uff! Bueno…¿Me decís cómo llego?
- Primero, tomá, te presto una linterna; tráemela mañana. Seguí por el camino, es hincha huevo andar por la arena pesada pero así no te vas a perder. ¿Víste que el camino se tuerce y que está la casa marrón grande cerca de la tuya?, ¿Víste? Bueno, ahí ya estás.
- Gracias loco, mañana te la traigo.
Toqué la gaseosa y estaba fría. Tomé el sendero y empecé a caminar. “¡Qué tipo raro!”, pensé. Llegué después de un rato, tenía las piernas duras por la resistencia de la arena. Apenas entré, dije apresurado:
- ¡Me perdí! Me asustó un perro, se me rompió la linterna, después sentí que alguien me seguía, y me pasé un montón de largo. Por suerte me crucé con un tipo bastante extraño que me prestó ésta linterna y me indicó cómo volver.
- Sos un pelotudo, no me jodas más -dijo enojada y llorando.
- ¿Qué te pasa?
- ¿Qué te pasa a vos? No sos gracioso, cortála antes.
- Ei ei ei, tranquila. ¿Qué pasa?
- Me asustaste y me hiciste quemar la comida. Eso pasa.
- Loca, fui a comprar una gaseosa y me perdí.
- Loco, tres horas tardaste. Me golpeaste todas las puertas y las ventanas, te pedí que pararas y de nuevo arrancaste. Vos no sos así boludo, ¿Qué te agarró?
- No tengo la más puta idea de lo que me hablas.
- No quiero dormir con vos hoy, tirate ahí y no me jodas más.
- Mirá loca…- en ese momento vi el reloj. ¿Las doce y media? –exclamé.
- No me hables…
Quise abrazarla pero me dio un tortazo. Enojado me fui a acostar al colchón de la cocina, prendí un cigarrillo y empecé a meditar sobre el asunto. Nada tenía sentido.
La noche fue difícil. La escuché llorar pero no me quise acercar. Los grillos y los saltamontes producían sus sonidos alternadamente y ocupaban el silencio. Dentro del rancho, un pequeño crujir insistente de la madera completaba la terrible orquestación. Pude dormir poco. Sentí un pinchazo y abrí los ojos; con cara de loca y riendo revolvía un puñal, con el mango de pata de cabra, en mi estómago.
Desperté asustado y me toqué el estómago; nada. Miré la cama y ella no estaba allí. Abrí el candado de la puerta principal y salí; grité su nombre en la noche oscura. Nadie respondió. Saqué una silla y me quedé allí, esperando por ella.
4. El desandar
Por la mañana, me despertó con un mate.
- ¿Vos estás loco? ¿Dormiste acá afuera?- me dijo.
- ¿Dónde te fuiste anoche?-retruqué.
- ¡¿Qué?! A ningún lado. Basta, ¡Pará! porque me tomo un micro y me voy a la mierda.
- Pasa algo raro acá. Charlemos, porque hay algo que no está bien. ¿Qué nos pasa?-dije preocupado.
Nos fuimos a la playa y le pedí que me cuente lo que aconteció la noche anterior, desde que me fui hasta que volví. De mal grado accedió. Me dijo, antes de empezar, que si le estaba tomando el pelo me detuviera allí, puesto que se iría. Me hizo jurarle por ella que no estaba mintiendo y recién luego comenzó a relatarme lo acontecido…
Después de terminar de hacer la comida me espero un rato. Pasó una hora y salió con la linterna, preocupada de que me hubiera pasado algo. Hizo el camino hasta la despensa y preguntó si yo había estado comprando. Le dijeron que sí, y volvió pensando que nos habíamos descruzado en el camino y que yo ya estaría en el rancho. Al llegar, encontró la ventana al frente de la cocina abierta y pensó que yo había entrado, pero para su sorpresa no me halló adentro.
Nos habían dicho, el primer día, que nos teníamos que preocupar por no perder la llave sobre todas las cosas, ya que era muy pequeña. Del resto, no había de que temer; guardando los recaudos normales, como esconder el dinero, por si sucedía lo que era poco probable que sucediera.
Ella pensó que yo habría salido a buscarla, puso a calentar la comida en mínimo, y me esperó. Luego de un rato, escuchó golpes en una ventana y se acercó; no había nadie. Escuchó los golpes detrás suyo, en la ventana opuesta, y fue a ver, pero sólo llegaron a sus ojos la arena vacía y la oscuridad. Los golpes entonces se sucedieron de ventana en ventana y en las puertas; corrió por la casa intentando poder captar al responsable. No vio nada. Pensó en salir pero no se atrevió.
Decidió cerrar las cortinas que se encontraban abiertas y tomar un cuchillo. Entonces todo empeoró; los golpes comenzaron más fuertes y a darse más rápidos y circularmente. Cada uno de ellos la estremecía. En unos minutos habían tocado todos los vidrios. Decidió entonces ponerse a espiar, de rodillas, tras la cortina de una de las ventanas; expectante y temblando percibió la noche…
De pronto, una sombra rápida golpeó el vidrio en sus narices y se esfumó. Ella gritó, invocando mi nombre, para que se detuviera y, por un rato, no hubo más ruidos. Pensó que era yo gastándole una broma de mal gusto. Me dijo que entrase y que dejara de pavear porque la estaba asustando. Sintió el ruido de la ventana que tenía detrás de sí. Se acercó entonces, rápidamente, a la pequeña ventanita que tenía al lado suyo pensando en pescar al bromista anticipándose a su próximo movimiento y se quedó mirando con un ojo tras la cortina…
Sintió que algo le rozó el pie; pálida, presa del pánico, giró el cuerpo, lentamente…
No vio nada.
Al volver la cabeza y mirar por la ventana, una figura alta en la oscuridad desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Entró en una crisis de angustia y lloró mucho; entonces los ruidos cesaron. El olor a quemado la volvió en sí. Luego de un tiempo, entré yo con mi acelere verbal.
Por mi parte, le conté mi experiencia. Le hablé de mi desorientación y del susto que me dio el perro. Le conté que la linterna se apagó y de los pasos que, unos minutos después, comencé a sentir a mis espaldas; de la marcha en reversa y del cese de la persecución. Luego le relaté, pormenorizadamente, el encuentro con el extraño tipo.
Le juré que no había sido yo quien golpeó las ventanas, y que, de seguro, se trataba de una aventura de niños; en el rancho marrón había varios muchachitos de doce. Le dije, que lo que me resultaba más raro era el tiempo que me había tomado llevar a cabo la misión hidratante. Mi sensación fue que pasé una hora, como mucho, fuera y cuando el cara de desagüe me dijo que eran las doce no le creí; de hecho, la gaseosa seguía fría cuando la toqué. Le conté de mi despertar en la noche, obviando el sueño, y que no la encontré en la cama por lo cual salí a esperar por ella en la galería.
Me miró fijamente, la noté incrédula, pero me abrazó y nos besamos. Con bastante temor, me decidí a preguntarle qué había soñado ella en la noche. Agitó la cabeza al tiempo que me dijo “nada”, pero su rostro la delató. Insistí, y me confesó que soñó que un hombre me apuñalaba en un forcejeo.
Volvimos a la casa y reparé que en el suelo había un diminuto montículo de aserrín muy fino junto a los listones. Le pregunté qué sería. Me dijo que eran los restos de las tareas del bicho taladro, que se comía la madera por la noche haciendo un ruido similar a un crujido.
Antes de ir a comer, decidimos devolverle la linterna al hombre. Caminamos un largo rato por la pesada arena y por fin llegamos a la casa que identifiqué por la curiosa bandera que había visto la noche anterior. Saludé al tipo y giré mi rostro hacia ella; la noté pálida. Me adelanté entonces y le di la linterna agradeciéndole, rápidamente, al hombre y decliné su oferta de quedarnos a tomar unos mates.
Al alejarnos, le pregunté qué tenía. “Ese tipo era el que te apuñalaba”, me contestó. Me extrañó percibir cierta malicia en la frase, y recuerdo que dije una tontera para salir del mal trago.
Fuimos a comer pescado en un bar y tomamos unos jugos de mango. Luego, visitamos el faro. Desde allí se veía, con claridad, la inmensidad del mar. Charlamos pavadas mientras regresábamos y se nos ocurrió hacer un pollo asado por la noche. Compramos las provisiones pertinentes y pedimos prestada una parrilla a los vecinos del rancho marrón. Los muchachitos cuando nos vieron llegar empezaron a cuchichear y la codeé para que los viese.
El tipo del rancho me ofreció además una pala para mover el carbón, la cual acepté. Mientras nos alejábamos, dije bien fuerte levantándola: “Me viene muy bien, sobre todo para enterrar a los bichos molestos que se pegan a las ventanas”. La frase no tenía mucho sentido pero el tipo dibujó una sonrisa condescendiente; yo buscaba ser efectista aunque me faltó ocurrencia.
- Vas a ver que no joden más- le dije mientras volvíamos.
Antes de encender el fuego nos dimos un revolcón. Mientras estaba sobre ella, me dio fuertes mordiscones en las orejas y en el cuero cabelludo; la tomé entonces de las muñecas y fui algo violento.
Me percaté, después de un rato de terminar, que me había lastimado. No quise hablar sobre el tema pero me cercioré de que me viese los restos de sangre; ella no se inmutó. Si bien me encontraba molesto, busqué disimularlo. Prendí el fuego, y me senté a un costado con la sinuosa. Sin pensarlo canté “Amablemente”, y no sé por qué la miré fijamente.
Abrir el pollo fue arduo, ningún cuchillo servía. Tuve que clavar fuerte el pecho del ave varias veces y terminar el trabajo con mis propias manos. Luego de comer, bebimos un vino y nos acostamos temprano.


5. Constelaciones

Despertamos al alba pero no quisimos levantarnos. Nos alegró saber que ambos aparecimos, eróticamente, en los sueños del otro. A media mañana, recién, nos pusimos en pie. Decidimos, luego de desayunar, visitar la otra playa y partimos con todo lo necesario.
Alquilamos unas reposeras y una sombrilla y leímos un buen rato. Yo seguí tomando notas en lo márgenes del libro y, mientras apuntaba una idea sobre la transmutación, ella me tocó el brazo y me señaló unas toninas que jugueteaban cerca de la costa.
Fue por unos licuados a un bar que estaba unos treinta metros a nuestras espaldas y yo seguí con lo mío. Me pareció que estaba tardando y la busqué con la mirada, miré la barra pero no había nadie. Miré hacia un costado y la vi riendo animadamente; hablaba con alguien que estaba apoyado sobre la pared que me era ciega. Miré el mar y seguí leyendo; campaneé de nuevo al rato porque seguía tardando y, esta vez, la encontré en el bar. Llegó, luego, con dos licuados de sandía. Le dije que había tardado mucho y me respondió que había mucha cola. No dije nada.
Pasamos el día en la playa y cuando volvíamos pasamos a comprar algunas provisiones. Camino al rancho, unas avispas nos comenzaron a rondar: una me golpeó en el rostro y otra le picó la pierna a ella. Cuando estábamos llegando, vimos que los muchachitos estaban cerca de nuestro de pozo rodeando algo que se encontraba en el suelo; al vernos se alejaron.
Sentimos curiosidad y nos acercamos a mirar… había una mantis verde en la arena. Era muy bella y nos quedamos apreciando sus formas y sus movimientos. Le dije que, en algunas ocasiones, mientras copulaban, la hembra se comía la cabeza del macho. Rió.
Después de comer, salimos con las sillas a contemplar la noche; no había una sola nube y, en el cielo, las estrellas alegraban el ánima. Hablamos un rato sobre los cielos, sobre el cosmos. Estábamos viendo en ese instante luces, quizá, apagadas ya. Nos quisimos mucho y nos dormimos. El asedio de unas avispas en mi sueño me despertó; me hallé solo en la cama. Al subir la vista, allí estaba…
Apretando la pata de una cabra, empuñando la cuchilla que había soñado. Caminé hacia atrás con las manos alejándome de ella; debió pensar que era una broma y se rió. No percibió mi miedo.
- No me podía dormir. Mirá lo que acabo de encontrar, dijo. Estaba debajo de las sartenes, en una caja. Qué lástima que no lo vimos a la tarde, no te hubiese costado tanto partir el pollo -exclamó.
- Sí, sí que lástima -alcancé a decir, entrecortado.
Levantamos el mosquitero y fumamos unos cigarrillos tirados en la cama, charlando. De repente, escuchamos tres golpecitos en el vidrio ventana…
Nos miramos y levantamos nuestras cejas. Me levanté a pispear, pero no vi a nadie. Quise salir pero ella me detuvo, me dijo que tenía miedo. Agarré el cuchillo de la pata de cabra y la linterna y salí pese a sus súplicas; rodeé la casa, enajenado, pero no hallé nada. Entré y nos sentamos en la mesa, preparamos un café y acordamos que mañana nos iríamos del lugar. Algo anormal nos estaba aconteciendo. Interpretamos los sucesos como presagios de mal agüero y estuvimos de acuerdo en no arriesgarnos a verificar ni eso ni lo contrario.
No pegamos un ojo, ella estaba visiblemente cansada ya que no había dormido ni siquiera unos minutos antes de que nos desvelara el ruido. Siendo las nueve, fuimos a cambiar el pasaje. Tuvimos que esperar una hora hasta que abriera la agencia. Desayunamos unos panqueques con dulce de leche que nos levantaron un poco el ánimo.
Para nuestra desgracia, pudimos cambiar los pasajes para el otro día recién. No queríamos quedarnos pero estábamos obligados. No nos agradaba un ápice la circunstancia, pero la intenté tranquilizar. Le dije que, necesariamente, no debía ser trágico nuestro futuro allí; quizá toda la secuencia era una advertencia de un hecho menos funesto, como el de contagiarnos hongos recuerdo haber dicho, en un intento de cambiarle el tono al asunto.
Regresamos al rancho y preparamos los bolsos dejando todo listo. Almorzamos unos fideos y rentamos una excursión a caballo para la tarde. Después de dormir una siesta, de la cual ninguno recordó su sueño, salimos para ir a la excursión. Recorrimos las dunas y visitamos algunas playas que estaban deshabitadas. Cenamos afuera bien temprano, cosa de llegar antes de que oscurezca al rancho.
La noche estaba hermosa; la luna reflejaba la luz del sol en la tierra más que en las noches previas. Llegaría, en dos días, a estar iluminada en tres de sus cuartas partes, camino al plenilunio. Habíamos decidido velar, y prender un fuego para que el frente estuviese iluminado. Cruzamos un par de miradas nerviosas, sentíamos miedo.
Jugamos a las cartas para distraernos un poco. Alrededor de las tres de la mañana escuchamos un tac tac tac en el vidrio. Yo salí corriendo del rancho munido con un palo; ella, detrás de mí, con el cuchillo de la pata de cabra pidiéndome que no lo hiciera.


Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. El sol doraba el rostro del comisario Ramírez y de mi compañero, el cabo Rodríguez. Estábamos perplejos; la escena era terrorífica.
El hombre yacía en el fondo de la cachimba con la cabeza bajo el agua teñida de rojo y su trasero apuntaba al cielo. Encontramos una cuchilla con el mango de la pata de una cabra al costado del pozo con restos del estómago del sujeto.
También había un libro tirado allí, muy cerca; una araña peluda caminaba sobre su lomo. Después descubriríamos que en los márgenes del libro estaban escritas, en cursiva, partes de la historia que se acaba de transcribir; el resto se completaba con las palabras que no habían sido tachadas de los cuentos impresos en el ejemplar.
Las cinco partes del relato transcripto se correspondían, prolijamente, a cada uno de los cinco textos que componían el volumen; sus títulos estaban tachados y sobre ellos habían sido colocados otros. El libro trataba de algo totalmente distinto al asunto escabroso. Se trataba de un compendio dedicado al tiempo, a los ciclos y a la eternidad.
Encontramos los bolsos del hombre y de la mujer, sus documentos, pasajes y efectos de valor; no faltaba nada. Cotejamos los eventos siguiendo la ruta del relato y constatamos que cada detalle de sus movimientos era cierto.
Lo único que no hallamos fue al hombre extraño ni su casa. Fue curioso encontrar, al final del libro, dibujado un rancho con un estandarte del que colgaba una bandera pirata; había un hombre al lado, cuyo rostro estaba hundido en una frondosa barba, sosteniendo una linterna en la mano.
El caso quedó sin resolver; nunca hallamos a la mujer, ni comprendimos la secuencia de eventos. Cada vez que hablamos al respecto, si bien intentamos evitar el tema de en cuando en cuando aflora, ninguno de nosotros puede ocultar la incomodidad en que nos sumerge este enigma siniestro.

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