martes, 5 de abril de 2011

Milpiés o la pedestre infinita (Alberto Díaz Flores)


Es verde cemento el suelo; la diminuta espiral que contrasta con él es obscura. El suelo es partícula más partícula más partícula aglutinada y alisada. La espiral es un animal en tubo enroscado; anillos articulados más anillos articulados, pies más pies multiplicados. El contraste de las formas y los colores favorece la visión a la andariega.
Ella tiene por costumbre no pasear de aquí para allá con los paradigmas que insisten, en su interior, hacer ciclar ciertas ideas que vedan a las demás. Sucede que si lo logra es libre y, a cada paso que da, se abre la posibilidad de hallar un desencadenante que logre poner con sus patitas a rodar a las imprevisibles habitantes de su hormiguero cerebral.
Intuye que al desechar todo entramado permanente romperá el orden que guardan en el presente, logrando que se vinculen aleatoriamente. Supone, también, que de tales desestructurados encuentros se desprenderán en forma de destellos nuevas relaciones entre los elementos.
Ha declarado en alguna ocasión remota ser la cruza entre un caleidoscopio y un reloj de arena. Y, recientemente, que se siente un fósforo rodeado de un universo rugoso capaz de encender la chispa que derive en fuego.
Se detuvo al lado del miriópodo y se puso en cuclillas para apreciarlo mejor. Repasó con su mirada las prolíferas líneas: las de los centenares de pies, las de las decenas de anillos y aquéllas que componían el curioso rostro de la pequeña bestia. Con el dedo índice siguió en el aire, unos centímetros arriba del cuerpo de la criatura, el curso de la espiral ancestral que lograba en su contorsión. Lo hizo varias veces hasta que una inercia propia del movimiento le hizo descender la falange hasta tocar al animal. Éste, al percibir el contacto, se retorció hasta enroscarse aún más, quedando hecho un nudo.
Recordó de pronto que un escriba, Diógenes Laercio, se había encargado de dejar dibujada palabra por palabra, que es sonido más sentido, más pretendido que certero, una breve anécdota cómica acontecida a Tales de Mileto. Recordó, más menos que más, que el más afamado de los siete sabios de Grecia, el astrónomo, caminaba por el bosque mirando el cielo. Trataba él, con afán, de descular lo que ocurría allá, donde brillaban los luceros y donde la medida humana del tiempo no servía para nada. Lo acompañaba una vieja a la que no le faltaba ni picardía ni mesura. Y en cierto momento de la caminata, Tales se caía dentro un pozo y recibía, además del golpe, un comentario desalentador…La vieja le decía, menos que más, que qué pretendía descubrir mirando allá en el cielo si no podía darse por enterado de lo que sucedía debajo de sus pies, allí en el suelo. El captor de los movimientos celestes anticiparía, poco tiempo después, un eclipse venidero.
Bajo la nueva forma de un nudo observó que el animal no tenía principio ni fin. El hormiguero entonces escupió, como un volcán escupe su lava, a sus moradoras; empezó a sentir los diversos cursos de los diversos pies. Reconoció el extraño deseo de pisar a la forma presintiendo el fin de cualquier angustia humana y, acto seguido, el deseo frugal de beber un helado de naranja.
Algunos memoriosos pies le trajeron el recuerdo de un relato inquietante sobre un hombre que perseguía hormigas en su domicilio. Otros, un anillo de Moebius compuesto con hormigas de M.C. Escher. Ya los surcos del túnel que anidaba en su cabeza estaban siendo atestados y floreció de pronto la imagen, en blanco y negro, del milpiés que estaba observando como si hubiese sido producto del talento de aquél artista.
Interrumpió el avistaje la interrogante sobre si corría algún peligro; pues una correveidile puso en foco que algunos ejemplares de la especie eran venenosos. Pero ella no era amiga del temor, el gran enlatador, y se concentró en el curioso modo de defensa dispuesto por el animal; en el hechizo que con esa forma mística y mágica parecía conjurar.
Casi no medió instante entre la ocurrencia de que el campeón de los pedestres era una suerte de umbral al infinito y el contacto de su dedo con él. Miró el sol insistentemente hasta cegarse y permaneció luego quieta unos momentos con los ojos cerrados. Puesto el telón negro, tras el exceso de luz recibido, los juegos de luces errantes que percibía se transmutaron de momento en el paisaje de un viaje cósmico.
Después de un rato retiró el dedo del miriópodo y abrió sus bellos ojos; en tropel convergieron de variados puntos imágenes peregrinas. Al cosmos se lo figuró entonces como un milpiés comiéndose a sí mismo por la cola al mismo tiempo que se regeneraba. Pudo entrever, con cierto pánico, la boca anhelante de la criatura, siempre hambrienta, que con la ayuda de unos pies ligeros no se tomaba respiro en el arte de engullir a sus otros pies que intentaban, en vano, huir.
Su cerebro se transformó, repentinamente, para ella en un nudo infinito de reciclaje. Las hormigas y los surcos cedieron su lugar entonces a la figura de una forma eterna de manifestaciones impermanentes y de transiciones paradójicas que se desplazaba imparable sobre sí misma. La dejó pálida la sensación de que unos sentidos dientes se estaban digiriendo los antiguos sentidos de unos viejos pasos, constantemente, y, por unos momentos, quedó absorta...
Miró al milpiés y se paró sin despegarle la vista. A continuación levantó su pierna derecha como para tentar un paso y luego la estiró dejándola recta tocando primeramente el suelo con el talón. Lanzada hacia adelante fue apoyando la planta del pie en su totalidad sin levantar su par izquierda totalmente hasta que su pierna derecha estuvo en posición vertical, perpendicular al suelo, y avanzó con la zurda guardando los mismos recaudos. Inicia así una veloz marcha agregando el movimiento de sus codos flexionados y el bamboleo de su tronco con el afán de lograr una mejor carrera.
Es verde cemento el suelo; un milpiés oscuro contrasta con él. Sus pasos se repiten unos sobre los otros, lo que no lo impide avanzar hasta perderse en la negra tierra.

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