viernes, 19 de noviembre de 2010

Las diversas tramas y el brillo (Alberto Diaz Flores)



Lo primero que vi tras caer fue una difusa luz; la rodeaban con insistencia unos bichos. Había pasado varias horas en la bañadera con el agua muy caliente y al levantarme de repente, ante la ocurrencia de beber un vermouth, mi vista se nubló y pum, al suelo.
Al rato pude recomponerme un poco y mi mano tentó el cuero cabelludo rasgado y sangrante; nada grave. Eso sí, como consecuencia del golpe, mi cerebro parecía leudar, luchando, en vano, por salirse de sus límites tan bien guardados.
Me senté con la espalda apoyada en la bañadera para reposar y después de un tiempo volví a poner los ojos sobre la blanca luz. Noté que la pantalla estaba un poco gris por la mugre y que la parte inferior estaba negra, pero por dentro. Los insectos insistían en rodear la esfera; el dolor, mi cabeza; la cabeza me zumbaba y cada uno de ellos también.
Recordé, cual rayo que surca un oscuro cielo, su tono, su particular modulación, sus precisas palabras: “Te debes alejar para ver ciertas cosas y otras veces debes acercarte”. Me había despedido con ésta consigna gnoseológica en Retiro, tras la cual me guiñó el ojo al tiempo que me calzó un cariñoso cross a mano abierta en la mejilla.
Necesitaba pasar unos meses al aire libre para intentar refrenar una siempre incipiente pastura mental que impedía a otras posibles formas brotar y desarrollarse, según su diagnóstico. “Si hay surcos en el cerebro es posible sembrarlos” me dijo días previos al viaje. Las metáforas vegetales, sin duda, eran sus preferidas para conmigo y las más logradas: “Para qué ocupar la mente en derrumbar todo lo que se te ocurre; sin pensar alcanza. Busca mejor con insistencia ciertas y precisas flores y su evocación quizá te traiga sus olores, sus colores.”
Era un bardo bien ágil Don Tito. Siempre le di crédito, y luego aún más, a sus palabras porque sabía que siempre me ocultaban algo, para que luego yo descubra mucho. “Yo no conozco los libros -solía decir mi abuelo- pero lo conozco a Tito”.
Luego de arribar, al recorrer la estación a pie respirando hondamente, me sobrevino la sensación de estar movilizado. El viaje me había brindado una cierta, bella y pequeña felicidad; alejarme de la ciudad y de los sitios frecuentados me proveyó de una deliciosa amnesia. Fui por el costado del camino, y luego de zapatear polvareda por algo menos de dos kilómetros llegué a mi antigua casa.
Me costó al principio acostumbrarme a su nueva apariencia, toda una nueva vida se desarrollaba en plenitud debido a la evidente falta de ocupación en el mantenimiento del lugar por varios años. El trabajo diario, el de hormiga y el de araña, que hacían antaño mis padres para controlar un siempre presente e imperceptible imperialismo, se tornó para mí, de pronto, harto evidente.
La casa parecía una maceta. Unas desquiciadas enredaderas, por varios sitios, ocupaban las paredes y dejaban entrever, cerca de sus fronteras, las pequeñas salpicadas marrones de vanguardia que anunciaban una próxima e inminente conquista. Unos ya carcomidos y secos burletes no habían podido hacerle frente al insistente avance del polvo que ya se había sedimentado, formando una fina capa de pocos centímetros, en las cercanías de las aperturas, donde crecían unos simpáticos tréboles y unos brevísimos pastos. En diversas rajaduras anidaban unas palán palán con sus flores tubito amarillas y su verdor glauco tan curioso.
Pensé inevitablemente en Don Tito y me fue imposible, desde ese instante, no considerar que lo rodeaba un halo luminoso, un áurea casi mística; sus metáforas cobraron un sugestivo rumbo en mi mente ante el nuevo e inesperado paisaje. Di por verdad entonces estar en una misión emancipadora y, debo confesar, que con antecedentes poco promisorios: una marcada tendencia a la vagancia y, en relación directa a esto, una casi insoslayable adaptación a las contingencias que tocasen en suerte.
Sentí como un necesario deber intervenir primeramente con un trabajo arduo en la secreta contienda por la ocupación del espacio. Como señal de que me hallaba sobre la huella del camino correcto, en mi primer movimiento arranqué un trébol de cuatro hojas, al cual miro todavía cuando proliferan en mi mente ciertas ideas: el movimiento contrario está siempre supuesto en cualquier direccionalidad, en cualquier intención.
En esos menesteres pasé las primeras semanas de mi estadía; la vegetación fue tomando una humana apariencia: un orden dado por alguna que otra simetría y por ciertas nivelaciones logradas por la poda. Hallé, tal como intuí, en esta experiencia los primeros atisbos para la construcción de mi invisible y anunciado jardín.
Al pasar los días me entregué a la observación de aquella otra vida que atestaba la casa, los artrópodos; pero sin descuidar los avances ya logrados: la rutina y el sobreesfuerzo inicial me habían vuelto particularmente eficaz.
Comencé a examinar sus movimientos, sus formas, sus ocurrencias. Dos tipos de arácnidos, por ejemplo, me impresionaron mucho. Una araña de cuerpo pequeño y patas largas utilizaba dos planos -dos paredes en un punto alto o una pared y el techo en su defecto- como cimientos para fijar su tela de pocos centímetros de circunferencia. Si bien hacía alguna reparación que otra, su movimiento era casi nulo y su posición central. Al percibir una vibración en la tela rápidamente se acercaba a cubrir a su presa y volvía a su posición; todo salía de su cuerpo, su complejo arte de vida componía, a la vez, su hogar, su trampa y su digestión.
Otra de cuerpo grande y patas cortas y anchas, más entretenida para mirar, salía cuando caía el sol y tendía, primero, varias líneas en una suerte de asterisco como base. Luego, desde el centro hacía afuera, comenzaba su tejeduría circular; era muy veloz, en menos de media hora desplegaba totalmente su red, de un metro de diámetro, aproximadamente. Un rato antes de salir el sol la recogía en la mitad de tiempo y se retiraba a un sitio oscuro; la exposición directa al sol la aniquilaba.
El acto propio de la observación de las diversas criaturas me llevó a notar que ciertos bichos en mi cercanía huían a velocidades exorbitantes y se escondían en el primer lugar estrecho que encontrasen, con la esperanza de no ser exterminados y otros no parecían conmoverse en lo más mínimo ante mi presencia. Algunos con un coraje impresionante y una abnegación superior por sus pares intentaban luchar contra el gigante y otros tantos se quedaban quietos de inmediato, paralizados. Ninguno quería sufrir daño pero sus actitudes eran bien diferentes.
Me sorprendió la cantidad de artrópodos distintos que no conocía hasta entonces, que siempre me habían rodeado sin que lo notase, y sus increíbles formas, sus modos complejos. Al pasar unos cuantos días, entusiasmado en la observación y en la relación que percibía entre ellos mismos, con los otros artrópodos y con la flora, comprendí la importancia de la diversidad y del equilibrio.
Sentí la necesidad de meditar; había absorbido como una esponja una serie diversa de experiencias que precisaban un orden, y en la marcha hallé una buena compañera. Junto a los pasos oscilaban las diversas impresiones y en el transcurso del camino tendía las redes imaginarias de nuevos paradigmas.
Una tarde, al rebasar los límites de mi circuito habitual, encontré unos ombúes enormes y extraños en la puerta de una casa. De la tierra brotaban sus enmarañadas raíces, pero había cierto detalle que los distinguía del resto de sus pares que abundaban en la zona: era la forma rectangular que guardaba el conjunto basal; parecía que una barrera invisible hubiera limitado los contornos de sus raíces.
Escuché de pronto una voz que me saludaba; era la dueña del lugar que curiosa me miraba del otro lado del cerco. No pude evitar preguntarle, luego de saludarla y presentarme, acerca de los ombúes. Me contó que tiempo atrás habían sacado unos canteros que tuvieron por muchos años ya que estaban cediendo ante la fuerza del árbol. Comprendí entonces la naturaleza de la forma que había captado mi atención; era la huella de una opresión, el resultado de un artificio. Las raíces habían sostenido una lucha incansable durante años contra esos límites, dando mil vueltas sobre sí mismas debido a la contención hasta que se volvieron lo suficientemente fuertes como para resquebrajar los muros.
Luego de una charla amena, en la cual me brindó el conocimiento de unas recetas caseras para alejar ciertas plagas, caminé de vuelta con malestar, asediado por la profunda evidencia de una hostilidad insoslayable que atraviesa a la vida.
Tal visión puso en tela de juicio todas mis creencias y mis esperanzas de encontrar la armonía, pero el triunfo de la resistencia, tan lento como inexorable, mediatizó sus alcances y con un sentimiento renovado opté por la interpretación de los hechos bajo los principios de una comunión que parecía transcenderlo todo. Me pareció, en cierto modo, peligroso amurarme a un solo aspecto de la realidad; siendo tan compleja y tan paradójica.
Pasé varios días quieto, sumido en profundas reflexiones, por momentos creí que iba a desvariar. De mirar el techo y el suelo, alternativamente, hallé otros aspectos del transcurrir de la morada en los que no había reparado: las hormigas colaboraban, en cierto modo, en la limpieza del lugar ya que levantaban todo bicho que cayese muerto y las arañas sostenían una conveniente guerra ancestral contra los voladores, midiéndose por categorías, que eran los insectos más molestos. A veces captar es necesariamente concentrarse en algo y otras veces surge así nomás; Tito era certero.
Al cabo de muchos días, mis observaciones y mis prácticas me hicieron saber que todas las formas contienen procesos simultáneos que son la manifestación de lo Mismo en distintas fases de desarrollo. En cada particular transición esto determina sus modos de relacionarse con el resto del devenir y sus distintas funciones; en una serie que no tiene principio ni fin. Algunas especies colaboran entre sí y otras luchan enfrentadas, pero todas se necesitan de un modo sutil y en esa interacción continua se ayudan a generar las condiciones de vida y muerte para ellas mismas y para el resto. Desde medios donde vivir físicos o químicos, sirviéndose de alimento mutuo y colaborando, a la vez, en sus modos de reproducción. “La vida anhela más vida generando la muerte que la sostiene en vilo”, recuerdo patente haber pensado.
Cada individuo es, por lo tanto, necesario al tiempo que contingente, pues es la encarnación de un impulso pretérito y la transición al venidero. Y todo sentido, pude entrever, es, indefectiblemente, paradójico pues apenas se trata de una dirección, de atar unos cabos en un entramado infinito, y la eterna cadencia escapa a ello por todos los otros sitios.
Medité en la relación que esto tenía con la humanidad, en la particular circunstancia de intuir la gran inmensidad, y lo sentí muy claro: un hombre puede considerarse hombre, estrella, bicho bolita, mono, león, volcán, margarita, porque de hecho lo es de algún modo, en algún lugar y en algún tiempo; puede hundirse en cualquiera de las tramas que pueda hilvanar su sentido siempre estrecho, puede vibrar con los ritmos que invoque su caleidoscópico cuerpo porque está haciendo algo más. Es un juego eterno el buscar y perseguir lo que está aconteciendo ya.
Pensé en una revolución real del humano y noté qué es lo que está sucediendo ahora, en cada sitio y en cada lugar, es esa transformación constante que es la base misma del tiempo. La tendencia a la mutación que sólo se puede percibir a través del prisma que es uno, al ver los imprevisibles haces que van brotando cuando lo atraviesa la luz.
Al fin y al cabo de mi expedición, he comprendido que la libertad que se añora la encontrará quien la busque con intensidad, e intuyo que el sitio donde la hallará no rebasará el contorno de su propia piel, pero en el momento preciso en que entre en contacto con otra piel. Ese es nuestro destino y es don cultivar tal semilla vital; cuidarla y vivir con alegría junto a los demás que comparten nuestro avatar y resistir el asedio de las otras energías que siempre han de estar y que nos buscarán dominar. Quedarse quieto nunca es una opción real, ya que es una ilusión eso de no actuar. Me lleva el presentimiento de que está pasando lo que tiene que pasar para que despierte lo que ha de despertar.
Ese día al componerme del todo me acerqué y desenrosqué la esférica pantalla; con cierta tristeza vi cientos de insectos muertos. Su acceso al cosmos es la luz que marca sus ritmos vitales y que calienta su fría sangre. Desde el sol o su espejo, la luna, la diseminación de luz es regular pero el invento humano es insuficiente. Los insectos, confundiendo tal brillo con los astros, son ilusionados por las ondas intermitentes que impactan de modo tal que los hace mover más un ala que otra...
Golpeándose hasta morir.

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