Sábado, 8 de la mañana.
Lío espera borracho en la parada del 37.
Nacho maneja su Fox con Seba de copiloto, escuchando “Pescado 2”.
Emanuel y Emilio se preparan un Calimocho.
Libertad amamanta a su futuro bebé.
Gatunni duerme.
Mientras, en Constitución: Yo voy camino al trabajo.
Lo primero que sentimos, una vez que entramos al perímetro que delimitan aquellas cuadras malditas del centro, es el olor a frito. El olor a fritanga es penetrante y rancio, como si todo el lugar se hubiese freído durante días en el mismo aceite barato y berreta.
Pero el olor de Constitu es una fragancia compleja, un trabajo maestro de la baranda mundial. Al olor frito hay que combinarlo, en dosis exactas, con olor a concha laburada, transpiración sobre camisetas de Futbol, panchos, humo de caño de escape, sudor de tetas de gorda, linyera mojado, pene de travesti, olor a tren del ´45.
Creo que sin el sentido del olfato ninguno de nosotros podría reconocer a Constitución aunque se encontrase en Salta y Brasil, rodeado de vendedores de oro, rateros y drogadictos. Estaríamos perdidos, desorientados, sin saber si se trata de una pesadilla o de la misma muerte.
No es mi intención buscar algo romántico en Constitución, no es fuente de inspiración, no me remite a nada bello de mi infancia. No encuentro nada en ese lugar, simplemente es horrible. Pero una clase de horror que se acerca a lo infernal, a los confines del Hades mítico.
Y, claro, allí reside su misterio.
¿Esos hoteluchos, negocios, personas infernales tienen vida propia?
¿O están allí, como advertencia, solo para atormentarnos?
Como diciéndonos, pícaros: “Nunca digas nunca jamás”.
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