lunes, 21 de septiembre de 2009

Napoleón (Alberto Diaz Flores)



La mirada fuerte, al horizonte. Frunce el seño, con los ojos entrecerrados ve menos de cerca pero distingue, mejor, formas a lo lejos. Le gustan las grandes extensiones de tierra, las anhela, le gusta respirar hondo y sentir sus costillas con la mano derecha.
-“El tiempo no es distinto al espacio y el paso del tiempo no es más que registrar huellas en él”. Se repite una vez más su berretín vital.
Está tranquilo, disfruta el cantar de lo pájaros, se siente realmente bien; entero y cabal. La batalla es pronto pero todavía el campo está vacío. Por unos momentos está quieto, quieto.
-“¡Malditos Ingleses! Saben dominar el mar, son rápidos, deslizan sus grandes barcos y sus guerras por doquier. Saben lo que hacen, son fuertes en la inmensidad de los ritmos que agita la luna, en el vasto fluir de los intersticios marítimos regentean sin pudor su contrabando lascivo; hombres rosados y escurridizos, velocistas insípidos, siempre en medio de todo. Viles piratas sin ética, monedas falsas, siempre en ambos bandos pero su perspicacia radica en el culto de los cantos, y yo todavía no he podido realizar más que la mitad de esta maniobra”. Maldice y escupe con afectación.
Sueña con su nombre, un nombre perpetuo es lo que sueña y sabe que necesita clavar banderas, agujerear espacios y que resuenen los ecos de su prosodia en la gran caja musical que es el mundo. Debe disponer de piedras, metales y granito para dejar sus rastros en cubos adornados y simétricos, en duras imágenes, en perennes grafos que lo convoquen: un simulacro de pompas, voces superpuestas y proyectiles.

Luego: charcos de sangre, cuerpos inertes y tras los estruendos, los estertores de hombres, le brindan superficies y se siente inmortal. Poderoso. Y quiere más…


Antaño, un niño ansioso por asistir a una función de títeres en el parque esperó a su madre en la silla del hall junto a un gran reloj de madera, descubre que lo mira veinte veces en dos minutos. El mismo niño convaleciente, echado en su cama luego del desayuno mira por la ventana las nubes blanquísimas sobre el celeste cobrizo de un cielo primaveral y hermoso; perdido en su fantasía multicolor recorre el mundo: las inmensas mesetas, las fangosas selvas, los dorados desiertos, los ovalados mares. Febril percibe de pronto que había oscurecido: cabeza debilitada con su enfermedad. Suspiró y durmió: ese niño Napoleón. Y se perdió esta vez en una filigrana de recuerdos que erizan pieles, de afanes sádicos con muecas insensatas en su rostro abrazado por la ausencia de luz.

Desarrolló de mozo el gusto por las letras. Le fascinaban las misivas: eso de andar expresado en líneas lo sumía en pensamientos mágicos; más de una vez sus delirios místicos debieron ser mitigados por su criada.
Llevaba un diario personal donde anotaba detalles de sus días y de sus pensamientos; se detenía con especial interés en la consideración de los espacios, del movimiento, en las acciones y avatares de la condición humana. Se solía leer con pasión y practicaba aforismos acerca de sus mayores en base a sus precoces observaciones del mundo. Leía con afición, también, los grandes clásicos. Con fruición asumía las determinaciones ficticias de los personajes como propias y pensaba en su propio accionar inmerso en las inverosímiles tramas. La mayoría de las veces descubría, sin sorpresa, total identidad con el héroe de los relatos. Uno de sus preferidos era el Quijote, en cuyo honor encontraba una ética inexpugnable aunque derivara, por desafortunadas circunstancias, en inextricables conductas para el gentío inmoral.
A propósito de la retórica de Aristóteles, en cuyas páginas dejó caer sus orejas varias tardes de su adolescencia escribió: “El interés por los argumentos, más precisamente, a los que están ligados al Ethos y al Pathos, por sobre el Logos es el interés por la voluntad de cambio y la búsqueda de la empatía por sobre la impasible e inútil claridad. El estudio de la Elocutio es fundamental para lograr el idemismo con los hombres, ella es mil veces más provechosa para los pueblos ya que es odiosa a algunos forjadores de frases que se interesan más en la elegancia estilística, en la nemotécnica bajo los preceptos de la modulación atemperada de los sonidos que en la efectividad de las pulsiones humanas y su condición que por naturaleza es efímera, volátil y paradojal”.

Nunca anduvo apurado, siempre sobró la situación, se convenció del casual entrevero que el lenguaje y la suerte sembraron en la cabellera de su mente. Comprendió que la sutil intervención humana es dotar a la fugacidad, a las memorias suscitadas, a las vibraciones experimentadas por los cuerpos de una serie de formas ordenadas según sus principios éticos e insistir y subsistir en ellas con ahínco.

Le gustaban los jardines diseñados: el césped cortado con diversos largos formando figuras por contrastes tonales, de suerte tal que la visibilidad varie por la perspectiva adoptada por el observador le parecía un gran acierto de los paisajistas; admiraba también la utilización programática de la especularidad con fines simétricos. De algún modo entreveía en esa estética la cifra de un orden posible del mundo, en esas constelaciones cromáticas y aromáticas presentía una forma mínima plausible de extensión.
Comprendió el suspicaz arte de la articulación de blables para persuadir hombres, pues deseaba habitar mentes llevado por el curioso presentimiento que allí, fuera, se encontraba un aspecto fundamental de la unidad del Ego. Y su actuación fue perfecta.

Fue en un parque viendo una obra, que por algún raro vericueto del hado fue por equícovo anunciada para niños, donde comprendió que el mundo es la imaginación de los hombres y donde fundió histrionismo con verdad en la imagen de dos muñecos de hilo barruntando groserías.

Lo que nadie supo nunca decir con certeza, y ni siquiera me atrevo a hipostizar, es el preciso instante en el que el niño perdió los escrúpulos.

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